Lo leí la semana pasada: es una novela corta, escrita a modo de fábula; me hizo pensar mucho en Gonçalo Tavares, un Tavares un poco perezoso y apurado, o tal vez solo más sintético: sin casi delineado de personajes e inclinándose a hacerlos un poco caricaturescos. Pero esto último tiene segurametne una explicación: en la novela hay una especie de ratonera shakespereana: una obra de marionetas que reproduce, expande y continúa la historia de los protagonistas, y les da una especie de final y sentido metafísico. Además de con Hamlet, este libro podría hermanarse con "Tu pato es mi pato", un extraordinario cuento de Deborah Eisenberg (creo que es el único que me gustó de ella, dicho sea de paso) que está en el libro Taj Mahal, uno de cuyos personajes principales es un titiritero y parte del cuento desarrolla una obra de títeres, que es como un relato filosófico y político acerca de la situación de la historia principal, sin tratar de ella en los más mínimo. Si en la novela de Jesse Ball, la obra de títeres es una mise en abyme, en la de Eisenberg es más como una proyección conceptual, una metáfora. Hay una cualidad de los títeres que mencionaba Heinrich von Kleist: hacer bailar una marioneta no es una tarea sencilla, puesto que para hacerlo el titiritero debe adoptar el centro de gravedad del títere. En suma, debe operar una pequeña transmigración. En la novela de Jesse Ball, hay un títere con el rostro velado con un pañuelo blanco; es un títere peligroso, porque conoce toda la obra e incluso más, y es conciente de que es un títere, y un poco también que todo el mundo lo es. Sale a escena en el momento menos esperado, cuando él lo considera, no se puede prever, es una amenaza constante. A veces no habla. Y cuando habla, altera, contamina el orden de las cosas. Cuando el titiritero transmigra en este títere de rostro velado, habla desde un lugar que es más grande que él mismo: la historia, la cultura, el oráculo, alguna divinidad, quizá la misma muerte. Si lo pensamos en términos literarios, podría decirse que es una aspiración de toda obra: que hable de motu propio, a su antojo, sin medir consecuencia. Este personaje de rostro velado, amezante, es una contrapartida del personaje que se revela de manera típica: el que se robó la obra, redirigió la historia, hizo lo que quizo, etc.; una rebelión por cierto siempre domesticable. En cambio, el títere de rostro velado es el horror.
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