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jueves, 5 de abril de 2018

Estudiantes universitarios, siglo XV

En 1452 la universidad estaba en un gran desorden, y François Villon ingresó en el momento en que los estudiantes eran más rebeldes y tumultuosos. La agitación se prolongaba desde 1444. El rector, con el pretexto de que había sido insultado por negarse a pagar una contribución, hizo cesar las clases desde el 4 de septiembre de 1444 al 4 de marzo de 1445, Domingo de Pasión. Existían precedentes, y la universidad ya había ganado la causa en un episodio de este tipo en 1408. Sin embargo, la justicia laica fue severa; algunos estudiantes fueron llevados a prisión y, a pesar de las protestas de la universidad, el rey Carlos VII hizo que se juzgara el caso en el Parlamento y amenazó con perseguir a los responsables del cese de las lecciones y los sermones. El cardenal Guillaume d’Estouteville fue delegado por el papa Nicolás V para que redactara un acta de reforma (1º de junio de 1452). Pero los estudiantes no aceptaron el nuevo reglamento. Se habían habituado al libertinaje.El procurador del rey, Popaincourt, protestando ante el Parlamento en junio de 1453, dijo

"que desde hace cuatro años a esta parte ha venido a notarse que algunos de la universidad cometían diversos excesos de los que se murmuraba en París, como haber arrancado mojones[2] y haber ido al Hostal del Rey[3] portando armas y no hacía mucho se habían trasladado con escaleras a la Puerta Baudet y habían arrancado de las casas las enseñas sostenidas con ganchos de hierro y se estaban jactando de tener otras enseñas."

(...) Habían puesto una de las piedras sobre la montaña de Sainte-Geneviève, y la otra sobre el monte Saint-Hilaire, un poco más abajo, en el lugar del Colegio de Francia. Allí, entre ceremonias burlescas, habían casado a los dos mojones y consagrado sus privilegios. Todos los que pasaban por allí, y sobre todo los oficiales del rey, estaban obligados a cubrirse ante las piedras y a respetar sus prerrogativas. Los domingos y días de fiesta coronaban los mojones con “sombreros” de romero, y por la noche los estudiantes bailaban a su alrededor “al son de flautas y tambores”. Los estudiantes de la curia se habían unido a los otros en estas diversiones. Por la noche rompían las enseñas con gran tumulto, gritando: “¡Muera! ¡Muera!” para hacer que los burgueses se asomaran a las ventanas. (...) En Vanves habían raptado a una joven a quien mantenían desde entonces en su fortaleza. En Saint-Germain-des-Prés habían robado treinta gallinas y pollos. Los carniceros de la montaña de Sainte-Geneviève se quejaron al prebostazgo: los estudiantes se habían llevado los ganchos de hierro donde colgaban sus pedazos de carne. Finalmente se retiraron sobre la montaña, en el Palacio Saint-Etienne, donde tenían las enseñas, dos palancas cubiertas de sangre, los ganchos de hierro, un pequeño cañón y grandes espadas.
Esta extraña turbulencia duró hasta el mes de mayo de 1453. Los estudiantes “pululaban”, según los testigos, sobre la montaña de Sainte-Geneviéve. Los burgueses se lamentaban y los comerciantes se quejaban.

(...) En la mañana de San Nicolás (el 9 de mayo de 1453), el preboste de París Robert d’Estouteville, el teniente de lo criminal, Jean Bezon, y algunos examinadores de Châtelet, junto con sargentos armados de garrotes, se presentaron en el barrio de las Écoles.
Los estudiantes habían anunciado que habría “cabezas golpeadas” si se les molestaba; pero esa mañana muchos de ellos estaban en la misa de sus “naciones”. Los sargentos forzaron las puertas de tres casas de la calle Saint-Jacques, donde estaban guardadas las enseñas descolgadas, arrancaron los mojones y los metieron en una carreta. Luego desfondaron un tonel de vino en una de las casas y bebieron y comieron de las provisiones de los estudiantes, ya que estaban en servicio extraordinario. Luego de beber, encontraron a la joven raptada en Vanves, que estaba cortando unos puerros, y la metieron también a la carreta, cubierta con la capa de un estudiante. Uno de los sargentos se disfrazó, en son de broma, con la toga de un estudiante y una caperuza, y los otros lo llevaban, para reírse, cogido por los brazos, como representante de los estudiantes de la universidad, golpeándolo por todos lados y gritándole: “¿Dónde están tus compañeros?”.

(...) El rector, a la cabeza de ochocientos estudiantes, formados en columna de a nueve en fondo, vino a reclamarle sus prisioneros al preboste, Robert d’Estouteville, que vivía en la calle de Jouy. El preboste consintió en entregar a los estudiantes, pero desgraciadamente, después de que Robert d’Estouteville envió las órdenes al teniente de lo criminal y a los sargentos con su barbero, hubo insultos entre estudiantes y gente de la patrulla. Se armó una trifulca terrible. Los estudiantes atacaron a pedradas, y los sargentos se defendieron con sus mazas y sus arcos. Un joven estudiante de derecho murió ahí mismo. El arquero Clouet tenía ya apuntado al rector; alguien desvió la flecha. Un pobre cura fue arrojado al arroyo y más de ochenta personas le pasaron por encima; perdió su caperuza y su capelo, y al encontrar a un sargento que estaba vestido con una cotilla violeta, le hizo notar que era cura, pero el sargento le tiró una cuchillada. Corrió entonces hacia la casa de un talabartero, que lo ahuyentó, y huyó luego al ver gente armada con palas y garrotes. Dos chiquillas le ofrecieron asilo pero él no aceptó por pudor. Finalmente logró llegar hasta la casa de un barbero, donde encontró muchos estudiantes metidos dentro de arcones y bajo las camas; él se refugió bajo la mesa, y gritaba que le dieran algo de beber.



Macerl Schwob: "Ensayos y perfiles" (capítulo acerca de François Villon)

martes, 22 de junio de 2010

Ménage à trois: lectura de dos relatos de Marcel Schwob y Francisco Ayala, por mí, que soy solo uno



Introito
La relación con la literatura es básicamente un trío: escritor – texto – lector. Pero se da en parejas: escribe el escritor; lee el lector; y el texto es un manoseado lábil vegetante.
Los relatos escogidos hablan de tríos: “Los sin cara”, de Marcel Schwob, perteneciente al libro La Cruzada de los Niños, publicada por Biblioteca 100 x 100 en 1997, con traductor innominado (quizá Julio Torri); y “San Juan de Dios”, de Francisco Ayala, de Los Usurpadores (en mi humilde opinión, una de las mejores colecciones de relatos en español del siglo XX) en edición de IBERIA, 1989.

Los Sin Cara
“Sus ropas habían volado hechas jirones.
La conflagración de la pólvora había
borrado el color de los números”
Pág. 55

Empezamos por este relato porque fue escrito primero, aunque la acción ocurre en un tiempo más próximo al nuestro (siglo XIX, mientras que el de Ayala ocurre en el XVI).
Luego de una batalla, encuentran a dos soldados destrozados por el fuego cruzado. En el primer párrafo, de un erotismo descarnado, se describe el estado de los cuerpos: no tienen ojos y un agujero desproporcionado hace de boca, perdieron la lengua y también los miembros; son dos masas de carne idénticas, e increíblemente, apenas, todavía están vivas. En la ambulancia los bautizan como Sin Cara 1 y Sin Cara 2. Un cirujano inglés les cura las heridas y “modeló aquel amasijo de carne”. Los Sin Cara, que no oyen ni hablan, emiten ronquidos como incompresibles señales de radio. Se curan en el hospital, en camas contiguas. Aparte de comer, cagar y dormir, fuman, gracias a un par de pipas confeccionadas especialmente para sus enormes bocas, y van soltando bocanadas de humo con gran placer. Un día llega al hospital una mujer muy atractiva y, para sorpresa de todos, dice que uno de los Sin Cara debe ser su marido desaparecido en la batalla. El problema es que, dado el parecido trágico de los Sin Cara, no puede identificar cuál. Entonces el médico jefe le sugiere, a tono de broma, llevarse a los dos para tantearlos y así zanjar la cuestión. La mujer se escandaliza con la idea. Pero luego de observarlos bien y notar que ninguno de los dos reaccionaba de forma particular a su presencia, decide quedárselos por un mes de prueba. Ya en su casa, la mujer, cuidándolos como a bebés, esperó algún signo para identificar a su hombre, pero los dos Sin Cara no hacían más que disfrutarla y fumar, con gran placer, sus pipas. Por más que los examina, la mujer no puede identificar a su marido en ninguno de los dos. Poco a poco se relaja y cede a la costumbre de tenerlos a ambos. Ensamblando los dos muñecos grotescos, embebida en una gran ternura, se compone el marido. Pero con el tiempo, insensiblemente, se acostumbra más a uno de ellos. El Sin Cara dejado de lado, empieza a entristecerse: deja de fumar y se repliega, lleno de celos turbulentos, en sí mismo. Entonces la mujer, sin comprender mucho, comienza a ocuparse más de él. Pero el Sin Cara triste, víctima de su corazón, se deja morir. Viendo el cuerpo sin vida del Sin Cara triste, el corazón de la mujer se despierta. Y corre llena de odio hacia el otro Sin Cara. Pero al verlo, fumando alegremente, tan tranquilo, es de nuevo presa de una dulce compasión infantil.

San Juan de Dios
«…los vicios de mi educación: el haber sido
criado como hijo de señores, cuyos deseos son
antes servidos que adivinados…»
Pág. 36

Este cuento obedece a un recuerdo del narrador: en su casa de niño, hay un cuadro de San Juan de Dios, de autor anónimo. Al narrador le gusta el cuadro por sus tintes ocres, en los que ve una gran belleza, sin que esto le despierte necesariamente un sentimiento religioso. Más bien, el cuadro pertenece a lo que sería su acervo cultural. Entonces, luego de presentar someramente al santo, nos relata una anécdota sobre él, que al narrador, al igual que el cuadro, le gusta mucho estéticamente y que, de una cierta vaga manera, también le corre por las venas.
Cuando San Juan de Dios decidió (por epifanía) ser un santo, empezó primero pidiendo limosna para los enfermos. En una de esas, está pidiendo limosna y se cruza con un caballero que le da una paliza por interrumpirle el paso. Queda el santo todo magullado y camina por ahí. Entonces ve a un chico que intenta llevarse inútilmente a un burro viejo, tarea de la que lo disuade el santo. El chico le limpia las heridas y con actitud cervantina relata su vida de huérfano y San Juan decide cuidar de él. Llega entonces una mujer y San Juan corre a pedirle limosna. La mujer opta por llevarse al chico de criado, con la condición de mandarle limosnas periódicas a través de él al santo. Quedó así el convenio que se desarrolló sin pausas. Tiempo después, el santo se encuentra con un hombre que en lugar de manos presentaba dos muñones. El manco le cuenta su historia: él es el caballero que le dio la paliza, y le cuenta más: pagó por ello con sus manos. Le relata que nació hijo de señores pero que por cosas de la vida quedó huérfano sin herencia, ya que su patrimonio pasó a manos de parientes. Cuando creció, fue a recuperar, con buena fortuna, su dinero; y en ello conoció a un primo suyo y a la prometida de éste. No contento con recuperar su herencia, se quedó también con la prometida de su primo. El día de la boda, el primo del manco, loco de ira, fue a ver a la mujer y le tocó las tetas sin permiso. El manco se enteró y decidió vengarse: le cortaría las manos y se las daría a la mujer como ofrenda el día de la boda. Cuando la mujer se entera de su plan, le dice que nunca se casará con un patán semejante y el manco decide entonces, por no perderla, anular su venganza. Galopa hasta la trampa preparada para su primo y confundido por los matones que contrató, termina sin manos. Comienza a vagar por la vida hasta que se encuentra a San Juan y le pide ser su discípulo. San Juan de Dios lo convence de pedirle disculpas al primo. Encuentran al mismo a la puerta de una iglesia y resulta estar también perdido en el mundo. Los primos se hacen discípulos del santo, y se reconcilian en la entrega a Dios y a los enfermos. Un día llega hasta ellos el chico del burro: su dama está muriéndose de peste y le pide al santo ayuda. Se entera San Juan que la dama del chico es la prometida de los primos y sin consultar envía a los dos a cuidarla. Los primos llegan junto a la mujer cuando ya ha muerto. Lloran a sus pies y le hacen los servicios fúnebres. Terminan siendo los discípulos más fieles del santo. El cuento continúa un par de líneas más, sin ánimo de hacer parábola cristiana, dando los últimos retoques al cuadro de San Juan de Dios.

Extroito
En lugar de versar sobre los encuentros sexuales o el durante de las ménage à trois de las historias, estos relatos se ambientan para dar una resolución a este tipo de relación amorosa. Quiero decir, leídos con alevosía, dan una respuesta a la pregunta de si es posible un clímax de a tres. Pero terminan dando una explicación sobre el esquema necesario para el funcionamiento de las relaciones amorosas de a dos.
Estando de a tres, los amantes no funcionan, pues terminan escogiendo una pareja y dejan de lado al otro, pero sin abandonarlo completamente.
En Schwob, vencido el sentimiento de escándalo de la mujer (clichés de pensamiento, subjetividad heredada, etc.), ella puede gozar aparentemente con ambos amantes, pero su cuerpo escoge a uno de ellos, y cuando el Sin Cara dejado de lado muere, esto abre una nueva perspectiva, más libre, a relación de a dos con el sobreviviente. En Ayala es la muerte física de la amada lo que exalta la unión de los primos, que de antemano habían ya optado por estar juntos; pero recién se liberan a su goce cuando entre los dos amortajan a su amada.
Dicho de una manera más simple: el primer cuento refiere a lo corporal y el segundo a lo espiritual. Es lo carnal lo que decide entre los amantes de Schwob, entregados al placer de sentir como están los personajes. Y en Ayala es lo ideal del amor: la entrega absoluta a un sentimiento que ya no pide un objeto sino que se entrega al mar tumultuoso del mundo entero.
Para ser disfrutada a pleno, toda relación amorosa necesita un otro muerto. Más precisamente: sobre el cadáver del otro muerto, los sobrevivientes a la catástrofe amorosa inauguran su lecho de amor.




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