Los cascos de los buques parecían negros gigantes en la húmeda noche. Sus vientres estaban repletos, preñados de posibilidades; eran portadores de destinos, islas rodeadas de agua por sus cuatro costados. El mar salado les prestaba apoyo por dondequiera que fuesen. Le pareció que una especie de simpatía emanaba hacia él desde los grandes cascos; le dirigían un mensaje, pero al principio no supo comprenderlo. Luego encontró la palabra: superficialidad. Los barcos eran superficiales, y se mantenían en la superficie. Ese era su poder; para los barcos el peligro reside en alcanzar el fondo de las cosas, en encallar. Incluso eran huecos, y el vacío constituía el secreto de su ser; las grandes profundidades quedaban esclavizadas por ellos mientras permanecían vacíos. Una ola de felicidad alegró el corazón de Charlie; tras una pausa, rió en la oscuridad.
«Hermanos míos —pensó—, debería haber venido a vosotros hace mucho tiempo. ¡Bellos y superficiales, errantes y gallardos, veloces conquistadores de la profundidad! Angeles del océano, os lo agradeceré toda mi vida. Dios os mantenga a flote, hermanos mayores, a vosotros y a mí. Dios preserve nuestra superficialidad.»
"El joven del clavel", Isak Dinesen