Tardé un poco en leerla porque es demasiado pesada, aburrida, monótona, larga, insoportable, sin ningún sentido del humor. Por lo demás, ¡es muy interesante! En un pueblo de Nuevo Hampshire, tres adolescentes se turnan para narrar la novela, en cuyo centro se encuentra otro adolescente, que es una especie de Harry Potter emo, llamado Tyler, mago, drogadicto y psicópata, también músico y medium gracias al consumo de una substancia vegetal llamada Espira, que es algo así como una ayahuasca de fácil preparación que se vende en farmacias y que permite acceder al infierno protestante, donde parece ser que las cosas no están tan mal, por lo que ir allí y darse cuenta de que las puertas de acceso están en todas partes y la visita a ese lugar es también una visita al la realidad presente, pero con los ojos abiertos, o sea, una ascención a la verdadera realidad, porque el infierno es aquí, entremezclado con el sistema capitalista; la droga llamada Espira, junto con la autodestrucción, el egoismo conciente y ciertos rituales particulares, nos permiten experimentar esto como una epifanía, y también adquirir ciertos poderes, como por ejemplo la precognición, el comercio con los muertos, la manipulación de vidas ajenas e incluso un cierto tipo de asesinato distante. En fin, en el libro pasan muchas cosas y como ocurre en estos casos la mayoría de la gente muere. Ahora bien, la Espira, una droga mística. Su ingesta (se mastica como el tabaco, AKA naco) abre los ojos. Parece una pequeñez, pero es algo enorme. Lo que finalmente ven quienes consumen Espira es algo así como lo que ve Neo en Matrix al tomar la pastilla azul, o la roja, la verdad no me acuerdo: despierta a la vida, en fin, y ve todo como logaritmos informáticos, puesto que nuestra realidad es un programa fabricado a nuestra medida por máquinas. El mundo que revela la Espira es sin embargo más similar al que nos muestran los relatos místicos y esotéricos, el ocultimo e incluso ciertas religiones: el cielo, el infierno, y también algo así como realidades paralelas superpuestas a nuestra realidad, encriptadas de tal manera que nos resultan inaccesibles, hasta que algo, en este caso la droga y ciertos rituales, entre ellos el suicidio, nos permite percibir. Es cierto que los místicos y magos siempre tuvieron sus drogas que eran llaves a otro mundo, pero en esta novela se puede comprar en un supermercado. El conocimiento se adquiere no ya vía un lento aprendizaje académico, con alguna bruja, un espírituo, o algo así, sino masticando Espira, y leyendo aleatoriamente manuales neurocientíficos, libros escritos por gente paranoica (como hippies de córdoba y río negro o chubut), tratados de ocultismo, foros de internet, haciendo rituales inventados intuitivamente, en otras palabras, en cualquier parte. Gracias a las farmacias y supermercados, gracias al capitalismo, las puertas de la percepción son accesibles a cualquiera, a un precio muy bajo. En determinado momento, el estado, por supuesto, ilegaliza la Espira. Al Alvarez, el poeta y ensayista inglés, tiene un libro precioso llamado El dios salvaje, en el que medita acerca del suicidio; entre otras cosas, recuerda que el cristianismo se erigió sobre el suicidio de sus mártires. La gente iba y se inmolaba, porque al final iría al cielo y obtendría sus recompensas en la verdadera vida que estaba allí. Un poco más acá, podemos recordar movimientos políticos revolucionarios con sus propios mártires: los anarquistas con sus bombas, muriendo por una causa, porque la revolución es más importante que una vida, o los yihadistas, que mueren por su fe, en fin, hay mucho ejemplo: el suicidio, o el comercio de la propia vida como pago para el acceso a un más allá o más acá, en todo caso, a una plenitud de otra manera inalcanzable, y a la vez erigiendo así una nueva cosmovisión, se hace también en esta novela: hay una epidemia de suicidios que poco a poco se van revelando, gracias al consumo de Espira y los foros de internet, como un acto colectivo para provocar que esta falsa cosa que llamamos realidad se resquebraje. Literatura y droga tienen una larga relación: ambas son lo mismo, dice Avital Ronell en "Crack Wars", un libro espectacular; y podemos decir también, junto a una espesa tradición teórica occidental en el siglo XX, que suicidio y literatura son sinónimos. El espacio literario es un espacio negativo, si lo pensamos con Maurice Blanchot, un morir incesante: por locura, por degradación física, por autoinmolación en un acto que es la nada misma.
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