Ed. Circe - Barcelona 1989
Traducción de José Manuel Álvarez-Flores
Este libro reúne 3 relatos: “La Peste Negra”,” La Capa” y “En Memoria De Schliemann”. Simplemente, para sacarse el sombrero, o el kepis, o por le menos peinarse el jopo.
1
“Me da absolutamente igual vivir
en un sitio que en otro, en realidad.
Me gustan las impresiones nuevas,
alivian el dolor que llevo dentro.
¿Y no desea eso todo hombre?”
Pág. 84
Si un diamante tiene la ‘peste negra’, quiere decir que un punto oscuro, una partícula de carbón ya visible se ha originado en su interior. Este fenómeno se produce en millones de años, y el resultado es que el diamante ya no vale nada, pues está manchado, apestado, es impuro.
El relato de Evgenii Petrovich, exiliado ruso en Paris, empieza cuando recibe el visado para emigrar a Estados Unidos. Para conseguir el dinero necesario, va por los pendientes de diamantes que le pertenecieron a su ex-mujer y se entera de la desgracia: algo que ocurre en extensísimos periodos de tiempo, le había pasado a él, a su diamante, en solo una década de viudez.
Empieza entonces una aventura para conseguir el dinero, que consisten en compartir su piso con una mujer, también rusa, muy bonita, bailaría, con la condición de que se hagan pasar por pareja y así esta mujer, previo pago de un monto, podrá quedarse con el alquiler del piso cuando EP se marche. Desde aquí, tras una pausa de más de una década en Paris, EP retoma la búsqueda del sitio ideal, del paraíso, y para llegar a él desprecia las distracciones –mujeres y amor, en este caso-, que se le presentan.
La Peste Negra es la que tiene el hombre contemporáneo: el desarraigo de cualquier sitio, la imposibilidad de pertenecer a ningún lado. Esta peste es una condena que desde su nacimiento estuvo gestándose, pero recién en el siglo XX se mostró, se evidenció. Evgenii no lo vive como una maldición, sino que lo asume con una especie de melancólica alegría. Se inventa un lugar propio, incluso quien lo espere, y va tras ese ideal, siempre está yendo, sin poder detenerse.
Para Nina Berberova, la historia de Rusia y lo que ocurrió con los numerosos exiliados durante la revolución, son excusas para hablar de la vida.
El tono es de fábula, un poco Dinesen, e incluso el Nabokov de la primera época, aunque más atemperado. Hay una escena maravillosa en que EP pasea en barco con una mujer. El barco se adentra en el océano en plena oscuridad. Ambos desconocen dónde están yendo, cuándo volverán, dónde están; apenas pueden distinguirse estrellas y el olor salado del mar. Sin embargo, o por eso mismo, se sienten completamente felices.
2
“Me daba miedo la vida y creía en ella.
Quería algo grande y me sentía muy
pequeña. Siempre llegaba la primera
y no me necesitaba nadie”
pág. 89
Sasha es obrera textil en Paris, donde vive como puede, luego de abandonar Rusia con su familia. Allí recuerda su vida, desde su infancia en Petersburgo. Si hay algo en el que don literario de Berberova brilla, es en el comentario de la infancia: sus golpes bajos, su desesperación y su vaguedad.
Sasha tiene una hermana, llamada Ariadna, que aparte de tener un ojo de vidrio es muy hermosa y está llena de ganas de vivir pasiones sensuales, pero le toca hacerlo en plena revolución rusa. Sin embargo, Ariadna huye con un dramaturgo de segunda o tercera fila, ya casado, se hace actriz y posteriormente, aún joven, es comida por la enfermedad, anónima. Sasha huye a Paris con el padre, aún siendo niña. Pero antes, vive con curiosidad la miseria de la vida de los burgueses y nobles, que habían caído a pique en la revolución. En su casa se instalan obreros y ella y su padre, son confinados al living. Una condesa ayuda a Sasha a fregar los pisos, mientras le cuenta las épocas alentejueladas de su vida social de una década antes.
Luego, ya en Paris, donde esperaban recuperar glorias pasadas, el país de la libertad, solo ven su antiguo piso de Petersburgo trasplantado en los suburbios de la ciudad luz, neblinosa, húmeda, pobre y fría.
Para Berberova Rusia es la infancia, es lo que se pierde (como el título de un libro de Alejandra Zina que tengo muchas ganas de leer), el paraíso de los románticos. Más que un país, es un estado de alma. Fuera de allí solo hay adultez mediocre, miserable, estúpida, bruta. No hay luces en Paris, solo paredes sucias y resquebrajadas. En otras palabras, Rusia es una metáfora. Por eso, sus relatos, son universales: no importan tanto las circunstancias descritas, sino más bien la disposición del mundo enfrentada a la vida.
3
“En vez de aquella costa libre, aquella
última niebla que envolvía la esperanza,
había otra ciudad más”
pág. 180
Un contable de una ciudad del futuro –no muy lejano-, obtiene tres días de permiso. Emprende un viaje en pos de una playa. Por mientras, planea una organización social que resolvería los problemas de superpoblación del planeta, un poco bastante parecido a lo que está sucediendo ahora: horarios laborales que cubran todo el espectro diurno y nocturno, y toda la semana de cada año, para que los que están trabajando den espacio a los que están paseado, y viceversa. También, pues habían instalado recientemente en su empresa una máquina de planeamiento vital de los empleados, divaga sobre los efectos positivos que tendría sobre la humanidad el someterse completamente a un sistema que regule completamente cada actividad mínima, inclusive el pensamiento.
Mientras va pensando estas cosas, el personaje viaja, en colectivo primero, luego en tren, y finalmente a pie, hasta esa playa que nunca aparece. En todo su trayecto solo ve ciudades y más ciudades, gente entrechocándose, yendo y viniendo, coches, en fin, no ve lo que se dice terrenos abiertos, descampados, puesto cada rincón ha sido urbanizado. Entonces, olvida un poco sus divagaciones y se embarca en una aventura desesperada por alguna playa, cualquiera, pues la que le habían recomendado no existe –contaminada, imposible siquiera estar en sus orillas-. Le comentan de la existencia de una costa marítima y allí se dirige. Llega a una ciudad costera, repleta de veraneantes como él –por cierto, hace un calor espantoso en todo el cuento-, cruza el centro, plagado de restaurantes, llega hasta la playa, donde es imposible caminar con libertad por la cantidad de gente. La playa resultar ser algo así como los andenes del subte: hay que esperar el turno para avanzar un paso en hora pico. Con paciencia, el personaje va acercándose al agua, hasta que puede meterse. Nada un buen rato, hasta que, por fin, ve espacios libres, terrenos sin ciudades, solo agua y niebla.
Este relato tiene parentela: pienso por ejemplo en “Bilenio”, de Ballard, y “Gelatina”, de Levrero, que describen ciudades en que no hay un metro cuadrado libre de gente. Ciudades como estadios de fútbol repletos. Los personajes ya no se sientan oprimidos y quieren huir, sino que están más bien rendidos, entregados. Cada uno de estos relatos plantea algo particular. En Berberova, el personaje sigue buscando ese lugar ideal, esta vez sin ciudades nuevas. El peregrinaje de los desterrados, de los emigrantes existenciales, está lleno de ciudades que no duermen y que son indiferentes entre sí; hormigón y cemento, y más hormigón y cemento: es lo que se acumula, piedra sobre piedra más que experiencia vital; sitios en vez de lugares, cosas así.
En resumidas cuentas, “La peste negra”, es un libro excelente.
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1 comentario:
Se ve que los señores de Circe y Tusquets se ponen de acuerdo en colocar la misma ilustración a sus libros. La edición de V de biblioteca Thomas Pynchon tiene a la misma mujer de guantes negros.Un dato medio nabo el mío.
No la tenía a Berberova. saludos
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