«-Yo, por ejemplo, de chiquito jubagaba a los barquitos. Lo primero que aprendí a hacer con las manos fueron barquitos de papel. Apenas veía que el cielo se nublaba, o que olía a lluvia, me ponía a preparar mi barquito, y cuando se formaba el raudal en la cuneta de mi casa largaba el barquito y lo seguía imaginándome ser yo el capitán, navegando por esas aguas turbulentas. Con el tiempo fui agragándole cosas a mis barquitos, cosas como bichitos, hormiguitas, hojitas, palitos, muñequitos de mazapán. Así me imaginaba que esas hormiguitas eran marineros hasta que llegó el día en que aprendía a leer. Entonces reeplacé a los barquitos por los libros porque en los libros los barcos me parecían más reales. Un día era pirata o corsario, otro día era capitán ballenero, un aventurero en los mares de la Polinesia que de repente era atacado por un gran pulpo pero que al matar al gran pulpo se encontraba con una gran concha con una perla dorada. Pero las que siempre me impresionaron fueron las historias de los barcos que naufragaban, de los marineros que se hacían a la mar en las canoas en medio de las grandes olas que los tragaban, mientras que el capitán les decía, vayan, vayan, ahorita voy, pero era en realidad una promesa falsa porque el capitán tenía el deber moral de morir con su embarcación. Hay que querer mucho a una maquina para querer morir con ella, ¿no señor?»
(pág. 53)
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