20/06/2017 Revista Ñ (Diario Clarin, Buenos Aires)
Desde Asunción
Uno de los efectos del boom editorial de la literatura latinoamericana de los años 60 que este año festeja su cincuentenario favoreció el nacionalismo capitalizador y monopólico. Para cada nación ilustraba en los catálogos y en las librerías cosmopolitas, un novelista best-seller; preferentemente, unos pocos, con tendencia a concentrarse en un solo nombre, como una sola bandera lucía en los mapas políticos coloreados del subcontinente. En el Urupabol, el Benelux de Sudamérica, a Uruguay correspondió Juan Carlos Onetti, a Bolivia acaso el hoy menos recordado Néstor Taboada Terán, a Paraguay, sin duda alguna, Augusto Roa Bastos, cuyo centenario y cuya vigencia festejan este mes de junio la lengua castellana y todas las lenguas, incluso, no sin renuencias de algunos de sus hablantes, el guaraní.
Primer exportador mundial de energía eléctrica y primer importador mundial de whisky, Paraguay es el país americano que protagonizó más guerras internacionales y civiles. En 2011, un presidente de un signo político nuevo, el obispo Fernando Lugo (derribado al año siguiente por un golpe legislativo express) celebró el Bicentenario de una patria que se había vuelto también ella monopólica. El 2% de la población es dueño del 98% de las tierras, y en siglo y medio de historia gobernó casi sin interrupciones mayores, con elecciones y dictaduras, el mismo Partido, el Colorado, el que gobierna hoy, el que había liderado esa concentración terrateniente después de la guerra genocida (1864-1870) en que Paraguay fue derrotado por Brasil, Argentina y Uruguay con connivencia británica.
Estas convulsiones y parálisis bicentenarias atraviesan como tema y problema constante, bajo y alto continuo, los cuentos, los ensayos y las grandes novelas de Roa Bastos: entre éstas, Hijo de hombre (1960) y Yo el Supremo (1974) destacan por sobre las otras cuatro.
En Paraguay, país oficialmente bilingüe, único del mundo donde la bandera tiene dos lados diferentes, el monopolio de Roa Bastos como representante literario exterior parece inconmovible. Con la lucidez sin desfallecimientos que la caracteriza, la crítica, poeta y narradora Montserrat Alvarez observa qué suscita y regurgita Roa a cien años de nacido: “un banquete de epítetos –todos un tanto obscenos– proferidos, para decirlo con la debida pompa, por ‘referentes’: nuestro más profundo escritor / sublime artífice del verbo / trágico paraguayo de úlceras recubiertas por fino papel / devoto artesano de la palabra / paraguayo universal / alquimista titánico del verbo / orfebre de la prosa cintilante. En un juego especular, Roa se mira en Paraguay, que se mira en Roa: una nación, una obra”.
El narrador Javier Viveros no contradice a la editora del Cultural del ABC Color, y dice a Ñ desde Asunción: “Decir que Roa Bastos es la figura señera de nuestras letras es menos un axioma que una verdad de Perogrullo. Nuestro supremo escritor es un faro que abrió caminos a la literatura paraguaya, que la colocó en el mapa, en un lugar de preeminencia. Roa poseyó el castellano en un nivel en el que nadie lo había hecho hasta entonces (tampoco después de él). Solo alguien profundamente enamorado del lenguaje pudo ser capaz de firmar esa monumental obra de brillo cervantino y quevediano como sin dudas lo es Yo el Supremo”. Concuerda José Pérez Reyes, autor de Asuncenarios: “Una vez que pase el ‘trueno’ de su centenario habrá que volver a las ‘hojas’, ir al origen de sus obras más allá del mito”.
Un padre, un parricidio Con sobriedad, con atención al detalle, Carla Daniela Benisz, especialista en el ámbito cultural paraguayo, apunta sobre el autor centenario: “En sus últimos años y ya caída la dictadura stronista, Roa Bastos fue una especie de divisor de aguas en el campo intelectual paraguayo. Su consagración internacional y sus propias declaraciones polémicas alimentaron ciertos gestos ‘parricidas’ por parte de algunos escritores paraguayos que vieron en él el tótem con el cual se debía confrontar. Cuando regresa al Paraguay en los primeros 90, Roa intenta participar activamente de la vida política de la transición y para ello hace valer ese peso de escritor que se había ganado fuera de su país. En ese contexto, Roa realiza un balance pesimista del estado de la literatura paraguaya, que muchos escritores sintieron como una impugnación personal. Sin embargo, más allá de ciertas ambivalencias intelectuales de Roa y su ajuste de cuentas personal, creo que hay ciertas discusiones que él despertó y que la literatura paraguaya todavía se debía. La principal es la de centrarse en el conflicto colonial como factor estructural de la cultura paraguaya y, en consecuencia, de su literatura”.
Muchas de estas discusiones resume para Ñ el escritor paraguayo Ever Román, a partir de un Congreso sobre la obra de Roa que la semana pasada sesionó en la Fundación Paraguay Cultura: “Uno de los cuestionamientos que se dieron en el congreso fue que el mundo de Roa, el Paraguay rural de los años 30, 40, no existe más. Por lo tanto, el de ahora es otro país. La gente ahora vive en las ciudades, engrosando los cordones de pobreza, o ha emigrado, pero por razones no solamente políticas, sino económicas. Entonces, el país escrito es el de la ciudad, el comercio, con sus dramas particulares y su sensibilidad especial. Y el exilio, tan importante en la actualidad como en la época de Roa, tiene un carácter distinto. Ya no es el exilio político, sino que es económico, los paraguayos emigran a causa de la miseria, o por alguna otra cuestión relacionada con la globalización.
De Yo el Supremo prepara la Real Academia española una edición crítica de homenaje para este 2017, dirigida por la académica paraguaya Maribel Barreto. A pedido de Ñ, Susana Santos, heredera de David Viñas en la cátedra de Problemas de Literatura Latinoamericana un la Universidad de Buenos Aires, y única especialista de la Argentina invitada por la RAE para participar con un estudio crítico en esta edición, caracteriza la singularidad de esta ‘novela de dictador’ cuya primera edición es argentina: “El jueves 27 de junio de 1974 coincidieron en Buenos Aires la aparición de la novela Yo el Supremo de Roa Bastos y la desaparición del general Juan Domingo Perón, hasta entonces presidente por tercera vez de la República que terminaba así una etapa histórica. En correlación, El yo supremo significaba el inicio de una nueva literatura por su forma lingüística, filosófica e incluso política en la narrativa de Roa Bastos”.
En Hijo de hombre, novela cuyo fondo es la Guerra del Chaco (1932-1935), en la que Paraguay derrotó a Bolivia y cuya paz fue firmada en Buenos Aires, los problemas literarios que el autor enfrentó, y a los que ofreció solución original, también involucran al otro bando beligerante, y a la Argentina. Con la erudición que caracteriza una obra de varias décadas, la crítica y catedrática boliviana Alba María Paz Soldán, comenta: “Roa, escritor que responsabiliza de su escritura a sus lecturas, tiene que haber leído una y otra vez los cuentos de Sangre de mestizos (1936) de Augusto Céspedes, el boliviano que publicó estos textos al año siguiente de terminada la Guerra del Chaco. Esto mismo nos autoriza a hablar de una intertextualidad no solo referida al tema del conflicto bélico sino también a ciertas imágenes presentes en cada uno de los autores que, aunque en su propio estilo, remiten unas a otras”.
Por su parte, el narrador Mario Castells, a propósito de esta novela hoy reeditada, dirige nuestra atención hacia otro escritor de fronteras, el uruguayo-argentino Horacio Quiroga: “Como sabemos, Quiroga nació uruguayo; se radicó en Buenos Aires pero escribió cuentos sobre la antigua región guaraní de Misiones, zona de frontera donde la muerte era un riesgo y un desafío cotidiano. No es difícil ver en la elección literaria de Quiroga a su precursor, Rafael Barrett, el que según palabras del mismo Roa le enseñó a escribir a él y a los escritores paraguayos de su generación. Roa toma el método de Quiroga y se enfrenta a la lengua popular campesina de otra manera. Esto es muy claro si lo cotejamos con El trueno entre las hojas. Y por último, y no menos importante, por la identificación del letrado como traidor que se desprende de los personajes que fungen como álter ego de los escritores”.
Desde la explosión del sesentista boom literario de Latinoamérica a los sollozos del crash con el Mercosur y el Nafta arrumbados, Roa Bastos ha transitado, fatal aunque no letalmente, el camino de toda carne. Autor de poderosas ficciones ‘de personaje’, tras morir él mismo acabó por ser uno en la ficción de sus compatriotas Cristino Bogado y Mónica Bustos. Deshizo así un camino borgesiano, y su figura, hoy centenaria, marchó de las novelas a las alegorías.
-Yo el Supremo, Augusto Roa Bastos. Eterna Cadencia, 576 págs. Prólogo de Josefina Ludmer.
-Hijo de hombre, Augusto Roa Bastos. Eterna Cadencia, 416 págs.
-Encuentro con el traidor, Augusto Roa Bastos. Mil Botellas, 182 págs.
publicado en Revista Ñ
Augusto Roa Bastos
Arte supremo de un gran novelista
A cien años del nacimiento del escritor paraguayo, se reeditan Yo el Supremo e Hijo de hombre y se publican los cuentos de Encuentro con el traidor.
Alfredo Grieco y BavioDesde Asunción
Uno de los efectos del boom editorial de la literatura latinoamericana de los años 60 que este año festeja su cincuentenario favoreció el nacionalismo capitalizador y monopólico. Para cada nación ilustraba en los catálogos y en las librerías cosmopolitas, un novelista best-seller; preferentemente, unos pocos, con tendencia a concentrarse en un solo nombre, como una sola bandera lucía en los mapas políticos coloreados del subcontinente. En el Urupabol, el Benelux de Sudamérica, a Uruguay correspondió Juan Carlos Onetti, a Bolivia acaso el hoy menos recordado Néstor Taboada Terán, a Paraguay, sin duda alguna, Augusto Roa Bastos, cuyo centenario y cuya vigencia festejan este mes de junio la lengua castellana y todas las lenguas, incluso, no sin renuencias de algunos de sus hablantes, el guaraní.
Primer exportador mundial de energía eléctrica y primer importador mundial de whisky, Paraguay es el país americano que protagonizó más guerras internacionales y civiles. En 2011, un presidente de un signo político nuevo, el obispo Fernando Lugo (derribado al año siguiente por un golpe legislativo express) celebró el Bicentenario de una patria que se había vuelto también ella monopólica. El 2% de la población es dueño del 98% de las tierras, y en siglo y medio de historia gobernó casi sin interrupciones mayores, con elecciones y dictaduras, el mismo Partido, el Colorado, el que gobierna hoy, el que había liderado esa concentración terrateniente después de la guerra genocida (1864-1870) en que Paraguay fue derrotado por Brasil, Argentina y Uruguay con connivencia británica.
Estas convulsiones y parálisis bicentenarias atraviesan como tema y problema constante, bajo y alto continuo, los cuentos, los ensayos y las grandes novelas de Roa Bastos: entre éstas, Hijo de hombre (1960) y Yo el Supremo (1974) destacan por sobre las otras cuatro.
En Paraguay, país oficialmente bilingüe, único del mundo donde la bandera tiene dos lados diferentes, el monopolio de Roa Bastos como representante literario exterior parece inconmovible. Con la lucidez sin desfallecimientos que la caracteriza, la crítica, poeta y narradora Montserrat Alvarez observa qué suscita y regurgita Roa a cien años de nacido: “un banquete de epítetos –todos un tanto obscenos– proferidos, para decirlo con la debida pompa, por ‘referentes’: nuestro más profundo escritor / sublime artífice del verbo / trágico paraguayo de úlceras recubiertas por fino papel / devoto artesano de la palabra / paraguayo universal / alquimista titánico del verbo / orfebre de la prosa cintilante. En un juego especular, Roa se mira en Paraguay, que se mira en Roa: una nación, una obra”.
El narrador Javier Viveros no contradice a la editora del Cultural del ABC Color, y dice a Ñ desde Asunción: “Decir que Roa Bastos es la figura señera de nuestras letras es menos un axioma que una verdad de Perogrullo. Nuestro supremo escritor es un faro que abrió caminos a la literatura paraguaya, que la colocó en el mapa, en un lugar de preeminencia. Roa poseyó el castellano en un nivel en el que nadie lo había hecho hasta entonces (tampoco después de él). Solo alguien profundamente enamorado del lenguaje pudo ser capaz de firmar esa monumental obra de brillo cervantino y quevediano como sin dudas lo es Yo el Supremo”. Concuerda José Pérez Reyes, autor de Asuncenarios: “Una vez que pase el ‘trueno’ de su centenario habrá que volver a las ‘hojas’, ir al origen de sus obras más allá del mito”.
Un padre, un parricidio Con sobriedad, con atención al detalle, Carla Daniela Benisz, especialista en el ámbito cultural paraguayo, apunta sobre el autor centenario: “En sus últimos años y ya caída la dictadura stronista, Roa Bastos fue una especie de divisor de aguas en el campo intelectual paraguayo. Su consagración internacional y sus propias declaraciones polémicas alimentaron ciertos gestos ‘parricidas’ por parte de algunos escritores paraguayos que vieron en él el tótem con el cual se debía confrontar. Cuando regresa al Paraguay en los primeros 90, Roa intenta participar activamente de la vida política de la transición y para ello hace valer ese peso de escritor que se había ganado fuera de su país. En ese contexto, Roa realiza un balance pesimista del estado de la literatura paraguaya, que muchos escritores sintieron como una impugnación personal. Sin embargo, más allá de ciertas ambivalencias intelectuales de Roa y su ajuste de cuentas personal, creo que hay ciertas discusiones que él despertó y que la literatura paraguaya todavía se debía. La principal es la de centrarse en el conflicto colonial como factor estructural de la cultura paraguaya y, en consecuencia, de su literatura”.
Muchas de estas discusiones resume para Ñ el escritor paraguayo Ever Román, a partir de un Congreso sobre la obra de Roa que la semana pasada sesionó en la Fundación Paraguay Cultura: “Uno de los cuestionamientos que se dieron en el congreso fue que el mundo de Roa, el Paraguay rural de los años 30, 40, no existe más. Por lo tanto, el de ahora es otro país. La gente ahora vive en las ciudades, engrosando los cordones de pobreza, o ha emigrado, pero por razones no solamente políticas, sino económicas. Entonces, el país escrito es el de la ciudad, el comercio, con sus dramas particulares y su sensibilidad especial. Y el exilio, tan importante en la actualidad como en la época de Roa, tiene un carácter distinto. Ya no es el exilio político, sino que es económico, los paraguayos emigran a causa de la miseria, o por alguna otra cuestión relacionada con la globalización.
De Yo el Supremo prepara la Real Academia española una edición crítica de homenaje para este 2017, dirigida por la académica paraguaya Maribel Barreto. A pedido de Ñ, Susana Santos, heredera de David Viñas en la cátedra de Problemas de Literatura Latinoamericana un la Universidad de Buenos Aires, y única especialista de la Argentina invitada por la RAE para participar con un estudio crítico en esta edición, caracteriza la singularidad de esta ‘novela de dictador’ cuya primera edición es argentina: “El jueves 27 de junio de 1974 coincidieron en Buenos Aires la aparición de la novela Yo el Supremo de Roa Bastos y la desaparición del general Juan Domingo Perón, hasta entonces presidente por tercera vez de la República que terminaba así una etapa histórica. En correlación, El yo supremo significaba el inicio de una nueva literatura por su forma lingüística, filosófica e incluso política en la narrativa de Roa Bastos”.
En Hijo de hombre, novela cuyo fondo es la Guerra del Chaco (1932-1935), en la que Paraguay derrotó a Bolivia y cuya paz fue firmada en Buenos Aires, los problemas literarios que el autor enfrentó, y a los que ofreció solución original, también involucran al otro bando beligerante, y a la Argentina. Con la erudición que caracteriza una obra de varias décadas, la crítica y catedrática boliviana Alba María Paz Soldán, comenta: “Roa, escritor que responsabiliza de su escritura a sus lecturas, tiene que haber leído una y otra vez los cuentos de Sangre de mestizos (1936) de Augusto Céspedes, el boliviano que publicó estos textos al año siguiente de terminada la Guerra del Chaco. Esto mismo nos autoriza a hablar de una intertextualidad no solo referida al tema del conflicto bélico sino también a ciertas imágenes presentes en cada uno de los autores que, aunque en su propio estilo, remiten unas a otras”.
Por su parte, el narrador Mario Castells, a propósito de esta novela hoy reeditada, dirige nuestra atención hacia otro escritor de fronteras, el uruguayo-argentino Horacio Quiroga: “Como sabemos, Quiroga nació uruguayo; se radicó en Buenos Aires pero escribió cuentos sobre la antigua región guaraní de Misiones, zona de frontera donde la muerte era un riesgo y un desafío cotidiano. No es difícil ver en la elección literaria de Quiroga a su precursor, Rafael Barrett, el que según palabras del mismo Roa le enseñó a escribir a él y a los escritores paraguayos de su generación. Roa toma el método de Quiroga y se enfrenta a la lengua popular campesina de otra manera. Esto es muy claro si lo cotejamos con El trueno entre las hojas. Y por último, y no menos importante, por la identificación del letrado como traidor que se desprende de los personajes que fungen como álter ego de los escritores”.
Desde la explosión del sesentista boom literario de Latinoamérica a los sollozos del crash con el Mercosur y el Nafta arrumbados, Roa Bastos ha transitado, fatal aunque no letalmente, el camino de toda carne. Autor de poderosas ficciones ‘de personaje’, tras morir él mismo acabó por ser uno en la ficción de sus compatriotas Cristino Bogado y Mónica Bustos. Deshizo así un camino borgesiano, y su figura, hoy centenaria, marchó de las novelas a las alegorías.
-Yo el Supremo, Augusto Roa Bastos. Eterna Cadencia, 576 págs. Prólogo de Josefina Ludmer.
-Hijo de hombre, Augusto Roa Bastos. Eterna Cadencia, 416 págs.
-Encuentro con el traidor, Augusto Roa Bastos. Mil Botellas, 182 págs.
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