Texto leído en razón de la visita de Carlos Bazzano a Buenos Aires
Por Ever Román
06/11/2015
@Gabi Gómez Crosa
Conocí a Carlos Bazzano hace como 20 años, en la prehistoria. Pero recién nos hicimos amigos en la Facultad de Filosofía de Asunción. Ambos estábamos anotados en carreras distintas, aunque cursábamos dos materias que fueron centrales en nuestra formación literaria: la cerveza, cervezas muy conversadas en bares, y el Club de Literatura que funcionaba en las aulas desocupadas de la facultad, luego de los horarios de clases, donde íbamos con textos nuestros y ajenos para compartir y debatir. Yo tenía entonces 17 años, era lampiño y creía saberlo todo de la poesía, pero al toparme con Carlos, que era un poco mayor y por tanto más sabio, acepté mi ignorancia. Se apartaba bastante de lo que yo creía que debía ser un poeta. Por ejemplo, cuando yo quería tomar todo el alcohol y las drogas del mundo, Carlos era vegetariano. Mientras yo creía experimentar con el verbo y soñaba con ser escritor, Carlos ya era un poeta. Carlos era especial, no por ser un poeta chae, o alguien por ontología perteneciente a la categoría de poetas inspirados o divinos, sino porque tenía una ética. Su ética se desplegaba en las sesiones del Club de Literatura, en los bares, en las conversaciones que cruzábamos y en los poemas que escribía. Carlos hacía poesía con posesiones terrenales, y nosotros -en especial yo- flotábamos como globos henchidos de pedo, en una deriva borracha, encaramados a escuelas de escritura, a rebeldías prefabricadas, a metáforas que pretendían dar cuenta de nuestra osadía, de nuestros saberes, de todas esas cosas que al principio son centrales en la formación literaria y luego se revelan como relativas. Carlos no solo era vegetariano, sino que tampoco fumaba. Me acuerdo que una vez le pregunté, mientras bebíamos en un barcito cerca de la facultad, por qué al menos no fumaba. Me contestó: "Hace poco empecé a tomar cerveza y cuando cumpla 25 voy a empezar a fumar y comer carne". Cuando le pregunté por qué a los 25, me dijo que a esa edad ya estaría bien que haga todo eso de fumar, emborracharse y comer carne, etcétera. No es necesario apurarse. Estas actividades tienen su tiempo, como cualquier otra. Esta era una enseñanza extraña para en poeta...
Recuerdo que una vez leyó en una reuniones del club un poema hecho de sonidos onomatopéyicos, centrado únicamente en el ritmo, que remataba en un ohm, ohmmm... Carlos no tenía nada de budista, pero del estómago le salía lo tántrico, una metafísica de hígados, riñones, sangre; el cuerpo hecho canto, sentimiento. Quedamos en silencio después de que lo leyó. Y en la reunión siguiente, un poeta comunista -vestido de camisa, engominado, apuesto- presentó su libro. Carlos estuvo a cargo y preparó un prólogo para esa extraña muestra de poesía de trinchera. De su mochila quitó un libro (estoy seguro de que lo tenía ahí por azar) y leyó, mirando al poeta comunista:
"Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer"
Ante nuestra consternación y ante el espanto del poeta comunista, Carlos soltó luego una larga parrafada sobre el aprendizaje de la poesía, nunca entendí si era chiste o una cosa seria. Entonces ahora, 16 años después (esto equivale a una vida, una vida adolescente) me pongo a pensar que sí es posible unir modernismo y nirvana, el arrebato de Darío con las paciencias de cada edad. Escribir tiene eso de erigir vastos edificios de cristal, con vírgenes y amapolas, y luego quebrarlos con el grito vitricida. Todas las cosas tienen necesariamente su tiempo, su edad ideal para ser escrito. Esto quiere decir: escribir el presente, hacer del pasado y el futuro y la pesadilla, una experiencia del presente. En esto estaba, o está, la dimensión política de la escritura de Carlos Bazzano: es una experiencia del ahora. Una escritura sin una política, sea ésta la que sea, es una escritura imposible. Esos escritores que se dicen apolíticos son una mentira, una vergüenza.
Años después, una "mala mujer" le rompió el corazón a Carlos. Cuento estas infidencias porque son ilustrativas. Yo tenía una bicicleta pequeña -una bici de niño- y me montaba en ella para recorrer los 5 o 6 km hasta la casa de Carlos, donde llegaba acalambrado para encontrármelo rabioso y deprimido. Me costó varias visitas comprender el significado del pesado encierro en que él estaba metido y sus negativas a salir por ahí un ratito. Estaba transitando el antiguo y menospreciado duelo amoroso; lo estaba viviendo radicalmente, aceptando cada uno de sus golpes y sonseras, como las mujeres despechadas y recluidas voluntariamente en conventos que protagonizan ciertas novelas. Pero él no vestiría hábitos, sino que se estaba armando uno: el de la obstinación. Verlo atravesar ese estado fue una enseñanza para mí. Un poeta debe ser obstinado, debe saber persistir. Enfrentar todo lo que le venga encima, aunque sea algo tan manoseado y desagradable como el desamor. La única vergüenza está en claudicar. En esas visitas, Carlo me hablaba de su infortunio y me leía poemas. Yo solo quería pasarla bien y escribir cosas buenas y divertidas, y allí me encontré con que el dolor y la rabia poseían una intensidad similar al humor, al éxtasis; era materia indispensable para la escritura. Sin una dosis de frustración y de odio, aun la más mínima, los libros se deshojan.
Esa época fue después del marzo paraguayo y poco después de una de las tomas de la Facultad de Filosofía por parte de los estudiantes. Revolución civil y toma estudiantil acabaron mal. Nos quedaron sin embargo relaciones fraternales, pero sobre todo bronca. Y a Carlos, encima, le habían roto el corazón. Y yo pensaba principalmente en muchachas y me sentía ofuscado y no escribía nada. Entonces, me acuerdo, Carlos me enseñó un relato titulado "Caña con pomelo", que había escrito en sus días de claustro. La historia iba de dos amantes separados por la gresca social. En ese cuento hermoso, Carlos conjugaba su corazón roto con el destrozado corazón de todos nosotros. Su desesperación era la nuestra. Había abierto su corazón y lo había dejado a la deriva, chorreante, empapándolo todo. Y esto lo había hecho mediante el encierro y la escritura. Esta era otra lección. La literatura es capaz de entretener y hacernos soñar, pero también es capaz de hacernos vivir plenamente. La enseñanza de la literatura no es solo una aritmética o una sociología, sino sobre todo una erótica. Hay algo del desangrarse y manchar en la escritura, y toda lectura es contagio de alguna enfermedad que desconocíamos pero que ya estaba allí.
Cito de memoria un poema de Carlos: "Enferma de amor, esta mano de nadie ebria te escribe".
Vivir y escribir como un mismo acto. Ser del presente pero siendo a la vez pasado y futuro. Ser febril y delicado. Bailar la danza que nos propone el ensueño. Ser solidario como los sentimientos más bajos y las emociones más cursis. Expresar más allá de uno mismo. Palpitar con los latidos de una generación. Esta sería una primera breve lista de las cosas que aprendí leyendo a Carlos Bazzano y siendo su amigo.
Pero también quiero hablar del humor. Antes que todo lo que nombré, lo primero que nos acercó fue la risa. No solo a mí y a Carlos, sino a todos los escritores que salimos de las filas de bares y aulas de la facultad de Filosofía. Las reuniones del Club de literatura eran una fiesta. Solíamos bailar y cantar, hacíamos chistes, no podíamos ser solemnes. Cada uno aportó lo suyo en la tragicomedia de nuestra formación literaria.
Voy a contar una última anécdota antes de cerrar esto.
Como a todo escritor latinoamericano, a nosotros nos tocó entrar en la militancia. Escogimos las filas más fiesteras y a la vez más tristes: el anarquismo, la lucha campesina y fundar un semanario. Cierta vez fue a Asunción uno de los dirigentes campesinos más reconocidos. Clandestinamente, Carlos lo hospedó en su casa. No está demás recordar que en Paraguay los dirigentes campesinos son rápidamente presos y hasta asesinados por el estado. Había en esos momentos una de las tantas agitaciones sociales por tomas de latifundios por parte de los campesinos. Entonces, al líder había que esconderlo. Carlos llegó al semanario y nos contó: "Ernesto, el líder campesino de Tava, está hospedado en casa". Planeamos entrevistas y alguna que otra cosa para ayudar. Carlos volvió a su casa con instrucciones precisas. Y al otro día, apenas nos vimos, me dijo: "Cuando llegué a casa, Ernesto estaba arreglando el jardín por orden de mamá". La madre de Carlos había visto en el líder campesino alguien idóneo para la reparación de sus plantas, por lo que este había tenido que posponer la preparación de discursos o lo que tuviera que hacer para ponerse a trabajar la tierra, un minúsculo pedacito de tierra, en la ciudad. Recuerdo que quedé pasmado al caer en la cuenta de que el jardinero de Carlos era nada menos que un revolucionario, un propulsor de la lucha social y la reforma agraria. Un jardinero ilustre, para colmo llamado Ernesto.
Esta noche Carlos nos trae su último libro, cuyos poemas conforman una larga letanía a la soledad, el amor, el despecho, las despedidas y la muerte. Espero haber hecho un buen prólogo.
2 comentarios:
Relato entrañable. Un poco los inicios en la escritura y la fiesta juvenil se dan en todas partes de un modo semejante al que contás, ¿no? Saludos desde Córdoba (Argentina).
Pues sí, Pablo, así armamos nuestra comunidad inconfesable. Saludos!
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