Humberto Bas testimonia la existencia de Osobuco, libro de Ever Román.
Editorial Pánico el Pánico, Buenos Aires 2011
La gran paradoja de la literatura es que no se baste así misma para dar cuenta de sí misma. El arte expresivo por antonomasia no puede expresarse por cuenta propia y debe pagar tributos a la prensa o a cualquier otro medio para que se hable y se sepa de ella. Este es el caso del pequeño Gran Osobuco, editado este año por la editorial argentina Pánico el Pánico.
Se publicó Osobuco. Salió Osobuco, Osobuco anda dando vueltas por ahí, pero si no se escribe sobre Osobuco, y no se dice de qué se trata Osobuco, quién va a leer Osobuco?
Uno lee Osobuco y luego se da cuenta que la ciudad está despejada de Osobucos y quisiera convertirse en barra brava de Osobuco para tener la cobertura social y gritar sin que lo tomen por loco: ¡O-So Buco, O-So-Buco! Así al menos generar la duda, la inquietud, o la curiosidad para que el día en el que, por esos extravíos del destino, alguien se encuentre en una librería y que en esa librería se encuentre Osobuco, lo tome, lo acaricie, y si aún le queda una cuota de curiosa sensibilidad, lo hojee. No se pediría más, que se lo compre, por ejemplo, menos que menos, que se lo compre y que se lo lea. Tampoco somos utópicos.
Por eso vamos, voy, a hablar de Osobuco. Quizá con eso alcance para dar testimonio de su existencia.
Osobuco es librito minúsculo. Librito minúsculo. Es cierto, es una redundancia decir librito, y luego minúsculo. Pero permítasenos esta liberalidad en el reino de la impunidad que es la literatura: librito minúsculo, librito minúsculo. Es pequeñito y tiene en su semblante empaquetado, el aire travieso que después se corrobora en el espíritu de los cuentos que lo constituyen.
Se podría pensar que las dimensiones de este librito minúsculo se fundan en la razón económica, y no se estaría pifiando. Sin embargo hay un excedente que no contempla esta explicación. La minusculidad del objeto libro tiene que ver con una concepción estética. Casi, casi, el espíritu haikú que atraviesa el libro.
Me explico.
Pero la biografía del autor no supera la prueba de lectura. Si al cabo de leer Osobuco se repite la pregunta por el autor, probablemente importará un bledo el nombre. La autoría tranquilamente podría pasar al de Xian Xioping o Akira, Li Po, o algunos de esos honolables homblecitos de magras carnes que en las alboradas riegan sus gladiolos, y a la nochecita, bajo el candil de una apacible vela, cultivan esa cosa que conocemos con el nombre de cuentos.
Ya la miniatura del libro da la clave: tiene la condensación resonante de los haikus, al espíritu de este género al que podemos sintetizar con la palabra armonía. Y para hablar de armonía como mínimo necesitamos dos elementos que se relacionan, que dialogan, que debaten o lo que sea. Mínimo. Dos elementos. En Osobuco estos dos elementos que armonizan serían el espacio-tiempo cotidiano, reconocible, y la extrañeza.
Se transitan espacios y tiempos reconocibles pero de trasfondo, como música incidental suena un más allá de orfebrería tal sutil, que nunca se revela como lo extraño, sino simplemente compone el marco, el contexto, el encantamiento. Como en Cajita de Cartón; un simple diálogo entre un padre separado y su hijita, con la ausencia dolida de la esposa y madre, y la niña bañándose en la bañera, de pronto tensa los resortes de la aprensión del lector, porque siempre parece que algo, no que va a suceder, sino que está sucediendo además. Pues lo que va a suceder aparece como promesa o intriga clásica, en cambio en Cajita… lo que sucede además es la difuminación de la fragilidad en la extensión de la prosa de Takeshi Román.
Lo mismo ocurre en el cuento más voraz, descarriado y lacerante como Dolly. Un cuento angurriento que en su misma vertiginosidad prorratea el ocultamiento de una identidad, no como tentación ni pretendida intriga, sino como forma de ser. No es quién es Dolly, ¿sino qué es? Porque Dolly Duelle. Pese a la exterioridad, lo inasible se insinúa imperceptiblemente, y es la condición de posibilidad de lo percibido. Lo mismo ocurre con Una Siesta Calurosa, un cuento inscripto seguramente en su Mariscal Estigarribia natal, en los aledaños de la división de infantería donde el padre del autor servía y por ende, el autor hacía su experiencia vital.
Los elementos típicos de los cuentos realistas paraguayos afloran: siesta, calor, laguna, pesca, soldados cuidadores, la sexualidad latente y oculta. Pero esa amenaza de transitar los lugares tradicionales de la cuentística, se trastoca tan sutilmente, que su percepción apenas deja un resquemor elíptico en el lector, como un toque de miedo o de amor, que aflorará seguramente con el correr de la vida.
Sutil extrañeza. Sutil extrañeza suena a recurso retórico, sin embargo, es el corazón mismo de algo que en la cuentística puede llamarse tradición. No confundir tradición con lo tradicional. Tradición no es esquema. No es la intriga, el nudo y el desenlace y todo eso. La tradición en la acepción románniana, tiene que ver con la razón de ser de los cuentos desde Luciano de Samosata hasta nuestros días: el encantamiento. El encantamiento que invita susurrante al lector a la complicidad, o ser partícipe necesario de una ceremonia tan lúdica como tierna que requiere sí o sí de su complicidad. Sin complicidad lectora no hay lectura posible. Aunque dicha complicidad implique resistencia, pues la única negación de la literatura es la indiferencia.
Es difícil disecar el esquema o la estructura de los cuentos de Osobuco. Apenas se puede dar cuenta de la impresión. El encantamiento, por ejemplo, es el resultado de la mesura, de lo medido y del equilibrio. Todos estos atributos extemporáneos para el estado actual de la literatura, donde la atropellada desaforada parece el mandato de un mundo convulso y sediento de sorpresa y vértigo para poder sentir algo.
Y el encantamiento nos remite a Asunción. Asunción no tienen encanto. Asunción, de las capitales del mundo, es la menos literatulizable. Asunción es territorio de estudios antropológicos y arqueológicos. A la pobre Asunción no la pudieron encantar ni Juan de Zalazar, ni Evanhy, ni toda la literatura pre-Lito Pessolani y Éver Román. Asunción, la putísima bizancio de Pessolani empieza a tomar altura literaria, en Hurras a Bizancio. Y con Osobuco y sus lluvias negras, adquiere la dimensión urbanística de lo apocalíptico, el salto de la nada a la dimensión bíblica, ¿y gracias a quién?, a sensei Miyagi Román, el que, con su primer libro, y como en las viejas escuelas normales de profesores, egresa directamente con el título de Maestro.
2 comentarios:
Qué bueno el comentario de Humber. Un gran libro, en el formato chico que acostumbra usar la editorial. Ya te comenté, Ever, mi impresión de los cuentos, uno por uno. Los que más me gustaron: Osobuco, Dolly, Cajita de cartón y En La rana verde. ¡Cuesta un poco encontrarlo! Habrá que allegarse hasta Belgrano para otro ejemplar.
Me encantó la portada y además tiene una pinta estupenda. Espero que rebase fronteras para poder leerlo algún día.
¡Saludos!
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