Hoy, como cada vez que puedo, entretuve mi ocio vespertino revolviendo estantes de libros de oferta ($2 el ejemplar) en una tienda de usados. Afanoso, apilé en un rincón poemarios de varias épocas: 1959, 1966, 1971, 1982, 1992, etc. En lugar de títulos, amenicé mi lectura con la particular prosa de las dedicatorias de autor.
Olvidé los nombres de los poetas y los títulos de sus libros: todos terminaremos en reventa, a precio irrisorio (simbólico), destartalados y polvorientos, sin que aparezca comprador.
No hay arte de la dedicatoria. Las que hojeé eran mediocres. También son mediocres (salvo alguna salvedad) las dedicatorias que leí a lo largo de lo largo, igual que el par que alguna vez escribí. No resulta así, sin embargo, cuando los libros son dedicados por lectores a otros, pues suelen contener algún entretenimiento adicional: fechas de cumpleaños, sintaxis extravagantes, afecto desmedido o indiferencia, guiños. Y sobre todo: nos insinúan lo que se regalaba para leer en tal o cual momento de la historia.
Los autógrafos acostumbran a desmerecer a los libros, y esto es lamentable. A pesar de todo, la ternura que encierran (¡orgullo de autor!) lleva a reflexión. ¿Cómo dedicar, a posteriori y para arbitrarios., el esfuerzo? Máxime cuando ya se malabareó bastante con palabras para completar el compendio publicado.
Hay quienes copian un fragmento de su poema o prosa, enfatizando. Espanto. Lo desubican todo. Hay quienes alaban el escribir (“La poesía es…”, “Contar esta historia…”, “La literatura…”, etc.). Hay quienes incitan el disfrute del novel lector. Hay el parco (“Para fulano… firma) y el verborroso (sinónimo de quien no autografía muchos ejemplares, del pesado, de quien piensa que nunca le es posible decir todo). Hay quien alaba al amigo, al pariente, al maestro, al desconocido. Hay, por supuesto, el ingenuo, el arrogante y el carenciado (recuerdo a un escritor que, durante la presentación de una antología colectiva, iba con el lápiz anotando su teléfono y correo a todo el mundo, en especial a las muchachas). Hay el paternal y consejero.
Clasificación aburridísima de actitudes psicopáticas, cursis, fotocopias.
Uno de los autógrafos que vi hoy tenía la mitad en tinta azul y la otra en tinta negra, con rastros de blanco entrambas. Acabó un bolígrafo y prestó otro, la autora. Sintomático de escritores que dedican: obstinación, a pesar del para qué y a desmedro de la creatividad. Escribieron con sudor y sangre, y desgraciados con la aparente profilaxis que infligió la imprenta a sus libros, los manchan con caligrafía atormentada o serena. Para que no haya duda que es de su sí mismo lo que hay allí, porque esto no es una ofrenda intelectual sino carne: su cónsul odorífico.
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6 comentarios:
La poesía no se vende, por que la poesía no vende $
Oscar Hahn
Lo resume todo eso o no.
estan las autodedikatorias. comprado en baires en abril de 1959!, por ejemplo....son estremecedores, echan x tierra la telaraña de
maya y nos kedanos pensando en el enigma del tiempo grafado alli...
yo prefiero las que están en algún margen de la mitad del libro.
Muy simpatico
beso
Yo, yo, no están.
perdón, no puedo, me supera
Lindísimo, el post. Me quedé con ganas de más; de reflexiones que se fueran yendo cada vez más del tema puntual.
Soy de los que al regalar un libro se manda una perorata en la hoja en blanco. También me han regalado libros con dedicatorias copadas, cursis o simples.
Muy buen post que repara en esa otra escritura, la dedicatoria, además se remonta al año del tuje.
saludos y digame qué dirección tiene esa libreria para el próximo viajé a Baires.
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