jueves, 6 de agosto de 2009

Perro prole

"El trabajo humaniza"
Karl Marx





De carácter manso, movimientos suaves, casi como los de un gato, y, eso sí, vehemente en la expresión, con sus ladridos emergiendo viriles del gaznate y el atávico respingo de la cabeza para aproximarla al máximo hasta la luna invisible, así es mi perro.
Tengo que decir que, además de su amo (uno de sus amos), también soy su ‘chofer’. Los tiempos que corren exigen héroes a su altura. En ellos, necesariamente, a gente como yo le queda un papel muy secundario, el del amigo sin carácter que pregunta al Papel principal cómo le fue con la Dama, por ejemplo.
La faena rutinaria es más o menos como sigue: alguien llama a Empresas Huesos Hábiles S. R. L., y marca una cita a determinada hora del día. Generalmente, se trata de gente retirada, ex militares o policías, o ex bancarios, pues estos reúnen los dos elementos básicos que forman la materia prima con la que trabaja mi perro: soledad, abandono por parte de los suyos, y dinero ahorrado en alguna caja de jubilación para tratar de paliarlo.
Mi hermanita atiende las llamadas mientras tararea algún hit de Kylie Minogue, anota las direcciones del potencial cliente, mira la agenda y confirma la hora exacta de la visita. Nosotros, mientras tanto, pasamos el rato despiojándonos el tedio en el ático infantil hasta que somos avisados por una alarma de bombero accionada por una cuerda, como las que se usan en los colectivos públicos. Puestos en pie, nos deslizamos como Batman y Robin por un tubo previamente engrasado, tomamos los datos y salimos a la calle. My sister aumenta entonces el volumen del tocacintas, y eso es todo.
La calle tiene el aire detenido de los sueños pintados, pero sin sus mujeres desnudas, o la torpeza insomne de la resaca de la madrugada del domingo pateando la calle del Mercado 4, pero sin sus aromas a campo reducidos ahora en hatillos comerciables. El arnés de mi perro es la prolongación de su cautiverio, pero en versión nomadizada, ambulante. El microclima del encierro perruno continúa, aunque sostenido por mis manos. La multiplicidad de especies que confluyen en una especie de parche zoológico en mi perro proletario se me revela como en una intuición imbécil. Las pezuñas domesticadas en su titi anodino e inofensivo tienen algo de chivo, el caucho de su hocico tiene el brillo del de los simios, el corte de pelo duro y enmarañado le cae sobre los ijares como ropaje de caballo durante un torneo medieval o de los de la caballería acorazada feudal, sus enormes ojazos de pasmo interminable son de inequívoco becerro... Una pléyade impresionante de especies se cruzan en su físico bestial, pequeños destellos engañosos o alucinados ondulan sobre la materia petisa y oscura de mi perro.
Aunque la gente diga lo contrario, las cosas siguen como antes. Tenemos que hacer el trayecto a pie, porque todavía hay censura canina en los colectivos. Y eso se repite en casi todas las esferas: supermercados, librerías, taxis, bibliotecas, cines, etc. Si uno va al cyber con su perro, tiene que dejarlo indefectiblemente atado a alguna tranquera improvisada, como a los caballos en las viejas películas del far west. Y la situación empeora si se trata de perros callejeros, como el paradigmático perroclochard retratado por las cuerdas de Kambaí en su clásico Jagua jetũ'o .
Mientras hacemos el camino que va de la oficina a la casa del cliente de turno, para evitar el soso laburo de describir la calle, puedo ahondar en la personalidad de mi perro. Para impedir ideas equivocadas, de entrada empiezo aclarando que carece de la inteligencia, sutileza y madurez de, por ejemplo, el caballo de Lucky Luke, sin hablar de su total falta de dependencia de bebedizos espirituosos propios de la cultura humana. Más bien es de gustos simples y aun obvios. Para veranear, Cannes; para turismo cultural, Pekín. Héroe histórico: el khanato mongol en pleno hasta el último monarca chino de la dinastía manchú: Khan Hi. Películas: Tarde de perros, Perros de alquiler, Perros de paja... Noir barato y violento. Nada de los sentimentalismos en boga entre sus congéneres de hoy: 101 dálmatas. Científicos: Perrin antes que Pavlov. Filósofos: Lacan, Diógenes, Kant y Jenófanes (“Si los bueyes, los caballos y los perros tuvieran manos y produjeran obras de arte como sucede con los humanos, los caballos dibujarían a sus dioses con forma equina, y los bueyes bovina y los perros perruna y les otorgarían cuerpos como los que posee cada especie”). Baile favorito: el cancan francés. Literatura: Jack London, cae de maduro (Colmillo blanco, Jerry de las islas y La llamada de la selva). Yagua’i de Quiroga, Flush de la Woolf. Aunque nunca ha bebido, siempre pone cara de tolerancia ante mis pequeños caprichos cuando me ve con un vaso de scotch. Santos: san Roque, san Francisco, santa Catalina y santa Quiteria; a estas dos últimas dirige sus ensalmos apotropaicos cuando la pesadilla de la rabia se cierne sobre sus duermevelas y pirakutú . El toque de misticismo que impregna como un hedor caliente y sabroso su pelambre hirsuta viene acaso de la lectura de la vida de esos ermitaños arrojados al desierto que, como única fuente de comunicación (y de alimentación) con el exterior, tuvieron un perro –allí habría que agregar que El perro que vio a Dios sería el epítome de toda esa conmoción interior–. En alguna Navidad me ha conminado a regalarle un bestiario medieval ilustrado, y lo he visto lamiendo con su salivapanacea a un kinocéfalo. Piensa, muy profundamente, que el mundo fue hecho y es protegido por un perro gigante, paternal y bonachón, irascible ante todo lo que se mueva como gato, animal que no con razón no es mencionado en la Biblia, ladrando a las constelaciones con su respingo lobuno, para que los hombres se sientan seguros en sus propiedades y sus bienes.
Llegamos. Calle Cabeza de Vaca 1553. Como es costumbre, toco el timbre o, en su defecto, doy unas palmadas sobre la verja. Dejo al perro, una, dos horas. A veces, cuando el cliente da muestras de una liberalidad excepcional, o de una soledad infinita, toda una tarde. Le dejo hacer al perro su trabajo y, al final del mismo, vengo por él de vuelta. Nada más.
Comúnmente, el jubilado, 6574 años, permanece en su sillón de orejas o en su silla reposera con un dispositivo para hamacarse, escuchando en su radio AM malas nuevas sobre la violencia monótona e inaplastable, la miseria zarrapastrosa, el desempleo masivo, catastrofilia mediática, plagueos hertzianos que rebotan refractarios en su cuerpo, achacoso o no, mientras el perro, acostado a sus pies, ahíto de bolejas o de los olores de esa casa vacía y sin ventilación, echa una siestecilla o, como perro solar, como perro a energía solar, se entrega al dios: los rayos infrarrojos le dan a sus músculos la suficiente flexibilidad para sus rondas nocturnas de vigilante insomne. Algún jubilado X siente el impulso de frotarlo suavemente, cuando ya han intervenido visitas precedentes, contactos anteriores. O el cliente Y le cuenta la historia de la población familiar que antaño animó esa casa, cómo el barullo y el movimiento se fueron evaporando sin que él apenas pudiera percibirlo. Cómo a las grandes conmociones fueron sucediendo más lagunas silenciosas, agujeros de abandono raleando la antaño espesa vida hogareña. Sobreviviente de ese trabajo de zapa, testigo oral de ese proceso del tiempo y sus asechanzas, canta, rapsoda deslenguado y loco, la vivacidad de un mundo aparentemente eterno. El cliente Z a veces desempolva un disco de vinilo para su perro de compañía, y éste, súbito y mercenario cortesano de cuatro patas, asiente con algún bufido profesional. Trabajo humanitario, fácil y de buena paga, aunque, es cierto, un poco triste, “denso” incluso, con fucilazos incontenibles de psicosis rondando los muebles fantasmales. Por ejemplo, cuando X le llama Chipi, o Y Kazán, o Z Energúmeno, nombres que, más que aplicarse al perroproletario, más que designar al puro animal instalado temporalmente en su casa para curtir el ritmo que fluye en esas concavidades que desesperadamente quieren mostrarse desgajadas del deteriorado éxtasis, quieren convocar vidas ya definitivamente hundidas en las brumas del afecto, pujando con las neuronas desportilladas por el Alzheimer o el Parkinson, formas anquilosadas de la vida minada a lo largo de su despliegue aparentemente multicolor y efervescente, ocultas a la conciencia pero no al cuerpo, fragmentos de vida eclipsados en una mudez esclava adiestrada desde la infancia para obedecer y sufrir sin chistar. En ese punto de rotura del dominio de lo humano y los bártulos de su cultura, lo animal sirve a la perfección para conceder su piedad y comprensión a ese yanaconazgo del cuerpo olvidado o silenciado. Y el comienzo de este “negocio”. Perro de compañía se alquila por horas. Sin los inconvenientes de lo humano, la estafa, el robo, la gula, la borrachera, el barullo, la locuacidad. Allí donde lo humano fue desplazado por la máquina, la fábrica y su cadena de producción sin fin, se hace posible el resquicio de un retorno a lo originario. Pero lo originario fue ocupado por lo animal, especie siempre fiel al llamado primitivo. Entre lo maquínico y lo humano, lo animal empezó a jugar un protagonismo inédito. Punto de inflexión, vaso comunicante, árbitro, intercesor al fin. Más cercano a lo segundo (lo humano), por una tierra común, el cuerpo, el animal aceptaba su nueva función. Suerte de triaca prescrita por la sabiduría médica musulmana, fármakon que prepara la cama de la eutanasia, su tarea es consolar al Gran Derrotado, acompañarlo en su agonía, entretener su vida purgada en guetos solitarios y confortables (los menos, el target con el que mercaba), su indefensión ante el Nuevo Mundo bajo el yugo de la máquina, “hijo bastardo” que ocupaba ahora el tablero principal.
Con la plata que sacaba mi (nuestro) perro se mantenía mi familia. Absolutamente desempleados, crónicamente desempleados, aceptamos lanzarnos al terreno de la acción perruna... Primero las changuitas, los trabajos golondrina, y, al fin, el parasitismo perruno. En medio hubo un período al borde de la mendicidad, denominador común de otras familias ayer nomás orgullosas y prósperas...
Mi padre cocina para todos, mi madre organiza el negocio, mi hermanita y yo somos los brazos materiales del único trabajador real, de la fuente de capital para la casa, nuestro perro. Ironías de la civilización. El antaño parásito del hogar burgués termina sustentándolo. Y eso que nosotros tuvimos suerte: fuimos casi los iniciadores de este rubro, con una clientela en franco crecimiento y exponencial demanda. Todos los otros trabajos tradicionales, modernos, que habían sacado a la humanidad de sus penurias, ahora los monopolizan las máquinas. Para los hombres quedan la mendicidad o el parasitismo a costa de los animales, como es nuestro caso. Incluso la prostitución, oficio que ha sabido siempre capear cualquier revolución que socavara los cimientos de la normalidad y la eunomia, que ha sido casi inamovible desde los comienzos del mundo, se derrumbó por falta de capital y, peor, de deseos. El sida, en su astronómico aumento, en su espiral dispersiva, liquidó el contacto, aunque se tratara de aquel ínfimo y breve establecido durante la cópula, entre los cuerpos. La masturbación resbala indefensa sin cuerpo sobre las imágenes autistas. La dignidad de nuestra familia jamás permitió que nuestra niñez bajara a turnar o transar con esa salida suprema.
Paso a buscar al perro de casa de Y. Regresamos, a veces dando una vuelta por el supermercado. A comprar osobucos, pucheros, costillas, paletillas, palomitas, carne picada o molida. Le dejo elegir al cuadrúpedo hasta que un guardia nos pilla in fraganti y tengo que sacarlo al estacionamiento mientras pago y salgo.
De nuestra casa, la antigua mansión señorial llena de pretensiones, con piscina y quincho para el asado dominical, poco queda. La nueva configuración laboral alcanzó a afectar también a las arquitecturas y a sus habitantes. La oficina, instalada en el viejo jardín, ha removido hoy todo su esplendor de antaño de verdes farmacopeas y fragancias, kuratũs, burritos, helechos, santa ritas, aloes, la infaltable ruda protectora, los crotos y los mbokajámata, y hace actualmente de fachada. En su planta alta está el altillo de espera de los pedidos laborales. Atrás, muy atrás, quedan los cuartuchos, la sala con su sofá y la cucheta. Y la cocina, altar sagrado desde los últimos cambios. Cocina para los hombres y “el hombre de la casa”, nuestro soporte económico, el perro.
X2 sólo deja de fumar cuando duerme, cuando come o cuando está en el cyber. (Aunque lo de no fumar cuando se come ya fue desvirtuado por Barbara Loden, compañera de Elia Kazan, en la famosa secuencia final de Wanda –road movie primigenio de mediados de los 60–, donde la protagonista se atiborra de pastas, cigarrillos y cerveza, todo simultáneamente. Bueno, en algún cyber te proveen de ceniceros y hasta se puede chupar birra sin corte. Sin olvidar catalogar a los cyber con rincones aburdelados como anexos alternativos. Así que sólo queda, incólume a los ataques del cigarrillo, el tiempo del sueño. Esto nos lleva a la asociación de la muerte con el sueño, que los románticos alemanes ya habían proclamado. Claro, nada más alejado de la vida que la inmovilidad del durmiente, y quién vio alguna vez fumar a un muerto. Y lo digo sin ningún sesgo de ironía, ni alemana ni paraguaya). Desprecia a todo aquel que se precie de intelectual pero que no haya hecho experimentos sobre su cuerpo y sus neuronas. Que no haya agitado esa cosa de por sí inercial y conservadora (el cuerpo) con todo tipo de agresiones fecundantes, ya sea con hongos o con hachís, con cocaína o con anfetaminas, con LSD o con tabaco, etc. Todo vitalismo de la letra se le antoja falso, fatuo, mentiroso; el de Nietzsche o el de Deleuze, famosos ambos por su condición enfermiza crónica, no merece más que su burla. Pues para él el cuerpo no es más que un campo donde las fuerzas planetarias se sumen en una lucha sin cuartel. Piensa que lo que subyace a la persecución actual del tabaco, a la búsqueda contemporánea de su extirpación completa a través de la movilización total, es un complot entre la ciencia de la salud y el confort burgués. Recordemos que el tabaco es un aporte de lo precolombino, de lo no occidental en términos puros, a la civilización de la cultura material mundial. Hoy no encaja del todo dentro de la lógica de ese confort. Ésta, originada en la época más sórdida y humosa de la Inglaterra decimonónica, la era de la revolución industrial, ya no soporta actualmente ese cuerpo extraño y advenedizo, ese agregado foráneo a su ideología tout court europeooccidental. A X2 ya le es prácticamente imposible visitar a sus contados amigos. Últimamente, las “incompatibilidades” provo-cadas por el humo de su cigarrillo barato los han separado (casi) definitivamente. Un objeto, un gesto, el rito del humo y del tatatiná, han quebrado esos años igualmente rutinarios e inerciales a los que en el fondo se reduce la “amitié”, en vista de las prohibiciones que rigen. (Prohibiciones que no sabemos bien si empezaron desde una abstracción –la salud, la ciencia, etc.– o confluyeron desde puntos ínfimos y relativos –las mujeres, los asuncenos, los paraguayos, mis vecinos, etc.–. O si se dio el consenso entre lo universal y lo relativo: la ciencia y el prójimo concreto que me fastidia allí en mi barrio). X2, antes de caer en este estado de postración que lo ha obligado a recurrir a los buenos oficios de Huesos hábiles, fue un pintor, un artista. Un artista del huevo, uno, dos, diez, cincuenta, cien, quinientos huevos. Exposiciones de huevos en la Chacarita (el primer artista top en ocupar la Chacarita con sus huevos), en el Chera’a Tom, en Loma Plata, en los museos más fashioned de la capital. Su método, genial desde donde se le mire, y que llegó a hacer escuela y dejó un reguero desleído de imitadores sin talento, era como sigue: tomaba un pack de huevos, de media o una docena, del Mercado 4, del Mercado de Abasto o de la cadena de supermercados más frecuentado y lo depositaba en una galería de arte. El huevo, atrapado ahí como una bestia acosada bajo la luz cenital de la galería, con esa mínima alteración, tipo efecto mariposa, trastocaba todo un mundo de prejuicios, supersticiones e ilusiones cotidianas sobre la realidad. Pues el huevo que había pasado, a cambio de unas calderillas, el sistema de control del súper era ofrecido en su gratuidad cósica elemental a la contemplación de los amantes del arte. Es cierto, ya no era el mismo y vulgar huevo, quebradizo o a punto siempre de caducar hacia la fetidez del huevo huero: era contemplado bajo la reja del arte. Adquiría el status mutante de un conejillo de indias enloquecido por el laboratorio científico, o la desnaturalización a la que son sometidos los murciélagos en medio de las corroboraciones de la naturaleza de sus aptitudes perceptivas, o el apresamiento aséptico de la mariposa bajo el yugo de la taxidermia. Sólo algún crítico huevón llegó a quebrar la atmósfera de pasmo admirado que rodeaba al genio del huevo. Fue la excepción que confirmaba que la gente cultivada no había sido objeto de una alucinación colectiva. Cuando se cansó, encumbrado ya en el olimpo de nuestras artes, se retiró y procedió a subastar todas sus creaciones. De las ventas obtuvo lo suficiente para ir tirando en su vida retirada y solitaria. Con ese dinero se pagaba las visitas de nuestro perro. De hecho, yo mismo, cuando llevé al perro para su primer trabajo en su casa, recordé que había adquirido uno de sus célebres huevos. Lo reconocí y lo felicité inmediatamente. X2, fastidiado, hizo entrar al perro y me despidió dándome con la puerta en las narices. Como los perros le dejan fumar, sólo a ellos les permite entrar y hacerle compañía. No rompen las bolas con ninguna perorata acerca de la situación trágica de los indefensos fumadores pasivos.
Otro cliente, Y2, antigua madame, hoy retirada en la calle Paraíso de Mahoma, también ha recurrido a Huesos hábiles para amortiguar su soledad opresiva y culposa. En realidad, una serie de historias luctuosas la obligó a ello. Desde que se hartó de los gatos, seres egoístas e infieles, ha preferido la compañía de los perros. Su último felino doméstico fue una gata que había desaparecido de la casa dejándole a ella, abandonada, una camada de gatitos. Entonces adquirió una perra, que, por una perturbación extraña, se creyó la madre “gata” de los felinitos y les fue dando su leche. Pero el duro invierno de aquel año fue matando cada día que pasaba a uno de los pequeños gatos. Ni el calor de las lámparas, ni la milagrosa leche perruna, ni las mantas pudieron con el frío y la humedad que iba calando los cuerpecillos recién lanzados al mundo. Murieron, uno, dos, tres, cuatro, cinco gatos en cada uno de los días sucesivos que pasaban, y cuando ya era cuestión de orgullo, ni siquiera de amor a los animales, cuestión de demostrar que se podía ser menos cruel que las terribles leyes de la naturaleza que devoraba a sus criaturas sin el menor parpadeo, quedó al fin un último y solo gato. Esa noche la pasó en vela en la cucha de la perra psicotizada como gata madre tratando de proveer de calor y leche a su último vástago, bebiendo coñac, tiritando de frío ante la inutilidad humana, alrededor de esa cosilla, que, si llegaba también a morir, significaría para ella que el absurdo seguía cumpliendo su papel con un rigor que hasta la perversidad de una alcahueta no llegaba a comprender y disculpar. No había pragmatismo en destruir lo que recién había afincado su existencia frágil pero perfecta en el horizonte de los seres. La mañana húmeda, hundida su casa en la cerrazón del rocío, le trajo la mala nueva. La muerte del gatito y la tristeza e impotencia infinitas de Brooklin, nombre de la perra agatada. Creo que Brooklin enfermó también en aquella semana aciaga y nunca más se recuperó del todo, viviendo sin embargo bastantes años, pero con un porte sonámbulo y como de lisiada. De ese modo, Y2 quedó definitivamente sola. Nuestro perro le hace compañía, y escucha la historia de Brooklin y los gatitos muertos por el frío y acaso porque las pobres tetillas raquí-ticas de la perra, pues ellos eran mamíferos al fin, no bastaron para su nutrición y posterior supervivencia. Mi propia conclusión –ella me ha dejado a veces escuchar el comienzo o la parte final de su historia al ir a dejar o recoger al perro– es que nada hay más cobarde, más conservador, menos creativo o con más miedo a la imaginación que la naturaleza. De regreso al cuartel general de Huesos hábiles, con mi perro con su cara sabia parapetada contra los absurdos del mundo, siempre me he preguntado qué hubiera pasado si el desenlace de esa experiencia llegara a ser feliz. Imaginar a la perra que para salvar al gato hizo la epojé de esa aversión ab ovo contra los felinos que nos dicen que los perros profesan. Ver crecer al gato como a su cachorro, enseñarle los primeros (¿ladridos o maullidos?), verle rechazar la leche y robar el hueso, acaso; verle coquetear con perros y despreciar a sus congéneres felinos... Creo que la naturaleza temió enfrentar esa posibilidad.
La rutina de Huesos hábiles sigue su curso gris, tristón, inapelable. Pues sí, la ciudad esconde antros de soledad hormigueante, desde los cuales llaman, con sus timbrazos de protosuicidas, seres desesperados de siempre. Por ejemplo, Z2, que cocina arroz blanco con hortalizas para un sapo viejo y pesado ya retirado de las aventuras sapunas, de sus mocedades de ágil cazador de mosquitos, dedicado al noble oficio de mantener el equilibrio ecológico y atiborrarse de bichitos insignificantes (a no ser en verano, con sus pequeñas bombas virósicas o epidémicas: dengue, retro virus, etc.). A nuestro perro no le gusta el sapo, y menos compartir el almuerzo con semejante fracaso de la animalidad. Como ya su lengua ha perdido la agilidad necesaria a los de su especie para la supervivencia autónoma, vive en el hueco de una bajada de canaleta y sólo asoma su bulto hinchado y verdoso cuando la lata de su plato rebota sobre el piso de baldosas gestálticas. No entra en mi cabeza cómo esto pueda tener la menor gracia para Z2. Me pregunto si no ocultará rasgos indígenas, de Kaynguá o Avá, que expliquen comportamiento tan disparatado. Lo estudio mientras me deja estar ahí, mirando la tele. En la tele, Rumsfeld II juega pelota tatá con Lucho. El periodista dice que el ministro de defensa trajo una pelota atómica, pero que el paraguayito desistió de innovar un deporte tan tradicional. Después, veo a Rumsfeld II cantando gospel con Nicanor Jr. bajo la carpa de circo de la secta evangélica o mennonita Raíces. Otra secuencia muestra a Rumsfeld II ya totalmente desnudo en medio de la calle Palma. Parece que, según las crónicas bromistas y exageradas de la prensa amarilla, la noche anterior estuvo zarpando, levantando “chicas” por Antequera. Vamos, chupando pijas, jalando merca, birreando como hijo de papá recién ascendido a las altas esferas de la política. Pero la primera aventura, en este caso, le resultó un tiro por la culata. Topó con la folclórica somnilera, que lo durmió para desvalijarlo y dejarlo en cueros en plena vía pública. Z2 se ríe y alimenta al sapo y al perro burlándose del animal humano. Parece aún joven y animado. Pero, no sé por qué, vislumbro amargura en su risa tonta y populachera. Cuando ya ha dejado de afanarse con sus “mascotas”, se sienta a mi lado y me pregunta si tengo novia. No espera la respuesta y sigue hablando, hipnotizado por su propia oratoria, solipsista, autocomplaciente.
Cuando ya está oscureciendo y volvemos, perro y caballero, la idea que me está rondando se aclara. Existe la leyenda de que el sapo puede sostener bajo la lengua el tatapyi, el carbón aún encendido entre el rescoldo, la brasa de las fogatas campesinas que, al ser atizada, vuelve a dar una llama. La cuestión es saber si esa leyenda es la constatación empírica del mito mbyá que habla del sapoPrometeo ladrón del fuego, o si, al contrario, es una mera sobrevivencia del mito en un ámbito secularizado, popular, el de la leyenda.
Mi perro agita la cabeza negando rotundamente el hilo de mis devaneos; no le entra en la cabeza perruna que un ser abotargado y purulento ―pero con la panakeia impregnando rotundamente su saliva tanto como la saliva canina― haya sido objeto de tal encumbramiento por parte de una cultura como la de los Mbyá. Imposible, afirma, haciendo, más que lanzando, ladridos sobre la tarde que se evapora sin piedad en sus ascuas... Esa indeterminación del día, cuando aun no ha empezado la noche y no ha terminado del todo su faena el sol, es momento propicio para dar por acabados estos apuntes y bautizar a su héroe y a su acompañante, su fiel lazarillo. El perro será Kuarahy, y yo, apenas, Jacy.



(Kuarahy: Sol

Jacy: Luna)


Cristino Bogado.
Barcoborracho Ediciones, 2008.



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9 comentarios:

Ojaral dijo...

Ta bueno este. Parece mentira que lo haya escrito el mismo del blog. En fin, mientras se escriba bien...
Saludos Ever!

Anónimo dijo...

porque el blog lo hace tecleando a toda puta en cualquier ciber ojaral nde bobo, y este lo habrá escrito a ritmo normal. y no está bueno: es bellísimo.

Anónimo dijo...

Escribe lindo habia sido este cristino, me hizo acordar a los cuentos de Casaccia. Guahú creo que se llamaba uno.
Bueno, saludos a la perrada.
Tobias

Mafalda dijo...

...


Me gusto mucho.

La historia de cada uno de los solitarios, me resultaron facinantes.

¡Ah! y no se diga el hermoso perro, luz y ojos...



Gracias por compartir

Mafalda

kurubeta dijo...

Petit intervención, akaso solo apra satisfacer a compeltistas y enciclopedistas freaks: "El perro ke vio a Dios" es del genio llamado Dino Buzzatti!

marichuy dijo...

Ever

Muy buena historia.

Y el que me encantó, fue el perro. Qué sabio él; culto, irónico y algo socarrón, hasta parece humano, claro... no cualquier humano.

Saludos

Edgar Pou, ratá pypore dijo...

De dónde pio sale eso de que el perro es el ídolo de la historia, se nota que no pillaron de qué va la onda del Kuru. El pinche perro es apenas una de las estratagemas vivientes que utiiza el maldito cartonero para levantarse whatever yiyi que se cruce con la pareja humanocanina. Fue así como se llevo ami dulce Ramonita¡¡¡¡¡¡

J. S. dijo...

donde pio està tu lògika edgar so pichado: del hecho de q el kuru levante o no yiyis no se sigue, infiere ni deduce que EL PERRO no sea el protagonista del relato ni los levantes extradiegèticos del autor merman LA INTELIGENCIA Y ERUDICIÒN DEL PERRO. salu2 -y dònde estàn las fotos con los tipos que invitaron birras a bulto en ese antro a cambio de que les recitara yo un poema che

J. S. dijo...

Que fea mi respuesta anterior, EDGAR, my friend, excusa esos malos modales. La sensibilidad para esa entrañable y conmovedora belleza del perro, más conmovedora aún porque el perro es ciego para su propio esplendor, me gusta al punto de ver al perro como la verdadera e indiscutible estrella del filme, juazzzz. No sé si lo es. Para mí sí, pero eso nomás. Saludos tardíos donde sea que estés.