jueves, 3 de diciembre de 2020

Resistencia, una celebración de la absurdidad. Revista Sonámbula

 Nota de Mario Castells sobre Resistencia. Se puede leer acá: https://sonambula.com.ar/resistencia-una-celebracion-de-la-absurdidad/


Resistencia, una celebración de la absurdidad

Por Mario Castells


Mario Castells leyó Resistencia, la última novela de Ever Román, un ajuste de cuentas con su patria paraguaya en clave de grotesco, de «celebración de la absurdidad», un delirio divertidísimo que «se ríe de todos los personajes, de sus referentes, de las estrategias discursivas, de los talleres mecánicos de la literatura de género».


-Anímate –dijo Camier- estamos llegando a la estación de los condenados, ya se ve la torre.

-Alabado sea Dios –dijo Mercier-. Por fin podremos descansar.

Samuel Beckett


Entre lo cómico y lo grotesco, entre la road novel, el toque existencial guión nihilista y el pasaje permitido al ensueño, Resistencia, la última novela de Ever Román (Mariscal Estigarribia, 1981) es un ajuste de cuentas del escritor con su patria. Dos patrias tiene él, que son una sola: el Chaco y el delirio. Su protagonista, un sujeto que porta en su gracia la cifra de su cultura, se llama Eduvigis, como el General Díaz, nuestro pélida Aquiles de la Guerra Grande, y como una santa alemana, patrona de los huérfanos. También como vástago de Eduvim, la editorial que le da vida. Nombre de mujer que en la región, donde se habla guaraní -lengua en la que no existe el género- prolifera. Y es que, debido al mitã ery del calendario católico es muy común encontrarse algún que otro Rosario, algún Clotilde, algún Isabel, algún Dolores y algún Eduvigis. De resultas, según la fecha puede tocarte el nombre de unx santx. También es común decir la padre ha lo madre, porque la y lo designan en guaraní jopara singular y plural, el número y no el género. Lo que no es común es ser un sujeto borroso. Eduvigis no quiere serlo.

Los muertos viajan rápido, dice Mariana Enríquez en Nuestra parte de noche. Frase que me pegó un arrebato en la pera hace unas semanas. De repente, y ahora como epígrafe atribuido a Elías Canetti, leemos que los buenos viajeros son despiadados. Hay algo en mi interior que empalma estos dos enunciados, los pega con moco o con sangre o con un emulo de ambos dos. Quizás deba consultarle este antojo mío porque sin duda hay pulsión de muerte en este relato y eso definitivamente construye un agite no mercy. De arbitrariedades tontas se recubre un verosímil cascarudo pero este no es el caso. La novela, manifestación de la patria y de la clase que la proyectó en el imaginario de todos, narra el viaje de Eduvigis desde el Bar hasta La Resistencia para escapar al medio borrar. Dando saltitos hacia adelante y hacia atrás, completando o difuminando la trama, el protagonista siente una necesidad programática de emigrar, Eduvigis es un personaje tan entrañablemente beckettiano que merecería un compañero de andanzas.

Sabemos, cuando arranca, que Eduvigis tiene un oficio, el más moderno de todos: toyotismo de bar. Es barman, empleado de limpieza, patovica, dj. Es un maltratado. Pero ahora tiene indicaciones y un croquis. Tiene un precedente de amor paraguayo. En noches previas le dio todo tipo de pastillas de un botiquín sucio y bolillas de naftalina pisada a un grupo de tolongos oriundos de La Resistencia que querían pegar merca. Timándolos feo, el estimado no siente culpa pero algo siente. Esta anécdota es la mecha que lo programa. Trascartón, nuestro cuate se sube a un colectivo de línea y se va. Pega la vuelta hacia Falcón, Chaco’i, y después hacia el Chaco austral pero a pie y haciendo autostop. Ndojerái.

«Del otro lado de la frontera el paisaje era más límpido, transparente, oloroso a pasto reseco y polvo. Su humor se relajó y en vez de tomarse un colectivo para cruzar la ciudad fronteriza que empezaba a pocos metros del puesto de aduanas, se largó a caminar. Atravesó calles de cortinas metálicas abiertas, con variedades de objetos a la venta, luego barrios donde no había un almacén, ni plazas, solo patios baldíos y basura, hasta que finalmente llegó, dos horas después, a la ruta que lo llevaría a la Ciudad de la Resistencia, 500 o 600 kilómetros más adelante, según tenía entendido y le habían indicado los parroquianos que la noche anterior se tomaron toda la mezcla de substancias que les preparó exitosamente (2020: 23).

Las personas perecen al igual que las costumbres, las modas o las leyes, pero no los comportamientos humanos, que parecen radicar en un trasgo que los hace decir o hacer las mismas estupideces. Eduvigis es Emiliano, tiene su chip; es un hombre loma, un arribeño, el Guyra Kampána, ese que se fue a pegar para todos y nunca más volvió.

Acosado por estas preocupaciones queda dormido. Sueña con el parroquiano perdido y sacude la cabeza negando acusaciones. “Mis jefes me perdonan todo y me comprenden”, dice entre sueños, “y mi amigo Gradimir me dice: ‘Vos sos un hombre concreto’. Soy un hombre concreto, aunque no sé dónde estoy ni hacia dónde voy”. En el sueño, le dan papel y lápiz y dibuja un mapa con estas especificaciones: un punto señala El Árbol del Sueño, otro la Ciudad de la Resistencia. Luego todo se ennegrece (2020: 29).

¿Cómo no ser un lumpen en semejante territorio de caza? Solo el humor zafa a Eduvigis del fascismo. Une profonde loyauté envers lui-même.

Ya en la calle, sin saber hacia dónde ir, se dijo: “Vivir no tiene ningún sentido. Somos como lápices que van escribiendo en borrador sobre la página blanca del mundo, trazamos líneas sinuosas que nunca llegan a cortarse, aunque sean delgadísimas, transparentes, y no hay posibilidad de entrever lo que resulta de esta insensatez. ¿Cómo soltar el lápiz, cómo soltarnos de nosotros mismos?” (2020: 27).

Todas las historias se entremezclan. Eduvigis (hijo de Eduvim, hijo de Mercier y Camier, hijo de Belane, hijo de Mersault) deviene juguete del destino en la perinola de los acontecimientos. Todo todito termina degenerando en situaciones hilarantes y aún más absurdas.

De repente, la camioneta aminora la velocidad. Eduvigis escala el techo de la cabina y le grita al caballo que pare. Como no le hace caso, patea los vidrios del parabrisas, salta sobre el techo, emprende a puñetazos contra todo, hasta que se da cuenta de que se han detenido. Tembloroso, agarra la mochila y se apea. Frente a la puerta del conductor, se pone en guardia: con un dedo desafía al caballo para que baje a pelear. El caballo sigue mirando la ruta, indiferente. Eduvigis golpea el vidrio con los nudillos, pero nada. Entonces patea la puerta con todas sus fuerzas. “¡Bajá, burro!”, grita. El caballo gira la cabezota hacia él: lo mira, luego mira la traba de la puerta, finalmente se mira los cascos sobre el volante. Como diciendo: ¿cómo carajos querés que abra la puerta? Eduvigis nota el cuello hinchado del caballo. Suda copiosamente. Sus crines erizadas lanzan chispas. Entonces relincha lleno de furia y muestra su temible dentadura. Esto calma instantáneamente a Eduvigis, por lo que le enseña el pulgar y le indica que se vaya con un ademán caballeresco. El caballo aprieta el acelerador y la camioneta chifla alejándose. En segundos, luego de volverse un poco, desaparece en la lejanía. Atardece. El paisaje sigue más o menos igual que cuando subió a la camioneta del caballo. En vez de hacer dedo, por las dudas, se pone a caminar (2020: 59).

¿Qué podría depararle su trajín sino cárcel? Eduvigis, de manera sosegada, es privado de su libertad.

“Cuénteme por qué vino”, dijo el escultor. Eduvigis no pudo más que contestar con honestidad, aunque omitiendo el detalle de los parroquianos: “Yo trabajaba en un bar y hace unos días, cuando lo estaba cerrando, casi al amanecer, sonó el teléfono. Era uno de los dueños. Me dijo: ‘A las 9 va a estar allí un inspector municipal. Limpiá el bar, para mostrárselo. Y pasale toda la recaudación de la noche’. Yo le dije que tenía que irme a casa, que había trabajado toda la noche y no había tiempo para hacer nada de eso. Entonces el dueño me dijo: ‘Empleadito, quedate ahí, no jodas’, y cortó. Vacié la caja y me fui…” El escultor lo miró en silencio durante largos segundos. Finalmente dijo: “¿Esa respuesta le parece bien?”. Eduvigis asintió (2020: 63-64)

Escapa, sin embargo. Su expreso de media noche es en línea 2. Entre los destellos de su fuga a pie nos quedan los mejores chascarrillos. Y las primeras muertes…

Entonces llega la epifanía: el extranjero es él, ergo debe ser él quien los expolie. Salta de la cama y se apronta ante las rejas. Empuja. La celda se abre. También la puerta que da al despacho principal cede enseguida: las luces están apagadas y la mujer ronca en un rincón, despatarrada y bocarriba, la cara tapada con legajos. La pollera se le deslizó durante el sueño hasta dejarle los abdominales al aire. La mirada de Eduvigis ondea unos segundos siguiendo las curvas de sus músculos. En medio de la panza se abre un lóbrego cráter que parece no tener fondo. Como Clavius, piensa Eduvigis. Abre la puerta principal y observa la sospechosa carretera, más allá el monte y arriba el cielo pintarrajeado con manchones blancos. Debe ir al sur. Pero dónde está el sur. Sale y bordea el destacamento cuidándose de no hacer ruido. En el patio trasero encuentra un pozo artesiano. Detrás del pozo, con la cabeza metida en un balde, duerme uno de los policías. Tiene la camisa desprendida y sus botas reposan elegantes a su lado. Eduvigis le saca la pistola del cinturón y se adentra en el monte. Contra un samu’u, ve al otro de los policías, la cara cubierta con el birrete reglamentario. Respira estrepitosamente, como si le costara o le salieran cosas raras del interior del cuerpo, tierra, matorrales, algo así. Eduvigis lo empuja con el pie y el policía se gira y queda bocabajo sin despertar. Eduvigis trata de volver a voltearlo infructuosamente. Las piernas del policía pesan una barbaridad y son duras y ásperas, como un tronco prehistórico. Además, su cuerpo huele a estiércol. Con asco, Eduvigis le desprende el cinturón y le baja los pantalones. Luego lo zarandea sin dejar de apuntarle con la pistola: sigue siendo un tronco, ¡un lirón! Eduvigis mira al cielo y exclama: “No me juzgues, Parroquiano. ¡El deber!” Se abre la bragueta y se manosea un ratón, pero no hay caso. Piensa en campos verdes y húmedos, girasoles, vacas; es inútil. Entonces se agacha hasta tener en la cara el culo del policía: un brusco pedo y casi pierde el conocimiento por unos 70 segundos. Se para, rabioso, y apunta con la pistola, pero no se atreve a disparar. No puede matar a un hombre dormido. El cuerpo del policía le despierta sin embargo una curiosidad antropológica. ¿Su cuerpo será igual al del resto de la gente? (2020: 69-70).

Quizás el dúo karapã que Eduvigis urgía fuese Klein. ¿Markus? ¿Por qué creo que se llama Markus? Klein aporta nuevas sinrazones a la trama. Es este tramo en el que trona el impertinente homenaje a Beckett.

Concentró su atención en las palabras de Klein. Pero no tanto en los significados, sino en la materialidad, espesor, reverberación, fluctuación y movimiento; podía ver las ondas de aire que salían de la boca de Klein y se expandían alrededor de su cara, como si su mandíbula fuera el epicentro del lago donde alguien hubiera arrojado una piedra para provocar el tan conocido efecto ondulatorio, un poco como señales de radio navegando en la superficie, aunque en este caso todo era superficie: la piedra-lengua se movía en la boca de Klein como un gusano electrificado, las olas iban encimándose unas sobre otras en desorden, y eran frágiles, pues apenas chocaban contra algo –por el simple roce con la densidad del aire de la Ciudad de la Resistencia– se deformaban y entremezclaban con las cosas, con el ambiente, perdiendo así consistencia y volumen hasta desaparecer. “Klein está diciendo palabras flojas”, concluyó Eduvigis, “no vale la pena seguir escuchando”. Se levantó por tanto del banco y oteó a su alrededor: los transeúntes deambulaban por la plaza como si estuvieran agotados; en las calles apenas pasaba algún coche, también bastante desanimado. Klein seguía perorando, chascaba la lengua, matraqueaba el paladar quién sabe para qué. “¡Basta!”, prorrumpió Eduvigis. Klein cerró la boca. Eduvigis cayó en cuenta de que se había alterado sin razón evidente. Quiso explicarse a Klein, pero él se adelantó: “Vamos a caminar un poco”, dijo. Anduvieron en silencio, como autómatas, por las sedantes veredas de la Ciudad de la Resistencia, hasta llegar a la puerta del Monasterio. (2020: 70-71)

Pero el delirio de Klein sucumbe y se va de la trama, lo deja dormir en una banca en la vía pública, lo dispone al encuentro con el Soprano más gordo del mundo.

La novela de Ever Román es una celebración de la absurdidad. Se desliza por ella y en el trillo de su evento pergeña una historia. Cumple el mandato. Se ríe con sorna de su personaje, lo quiere porque le hace gracia; se ríe de todos los personajes, de sus referentes, de las estrategias discursivas, de los talleres mecánicos de la literatura de género. Importa tan solo la materialidad de las palabras, lo que resulta poesía (en short y con las crocs), y solo un rato. Porque nada es importante. O sí, pero hasta ahí, en el baño maría de su propio segundo. Esta atención al lenguaje afirma y complementa el tema central de la literatura, el redespertar de la emoción. Recuerdo una anécdota que me contó el escritor; una anécdota con su padre. Compelido don Román por su esposa para que hablara con él, mitã’i que mostraba gestos de apostasía hacia la religiosidad de su familia, le dijo a su hijo: “Dios es muy importante”. El gesto adusto se quebró en un segundo y, conforme, dio vuelta la página de su diario.

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