sábado, 22 de octubre de 2011

Una lectura de Osobuco

“Me bañé, vestido así como estaba, y salí a la noche, mojado, sintiendo los achaques del ser superior que por puro antojo mantiene unido el universo: el lenguaje. Pues Dios es el lenguaje. Bla, bla, bla. Dios no es más que sí mismo. Embadurnándose en sí mismo. Regurgitándose a sí mismo. Dios es espantoso”. 


La literatura sólo sirve para irnos a la mierda, y llevarnos a todos los que podamos con nosotros. ¿Verdad? Pero para irnos a la mierda, es decir para irnos de este planeta es necesario un territorio por el que marcharnos. Eso es lo difícil, irnos del planeta por un camino que ya no sea el de este planeta, un territorio que ya no sea territorio. El que se va de la tierra se va por el camino de una tierra imposible. Eso es una conquista, la conquista de lo que no es y lo que no está. 
Quizás la literatura no sea más que la tentativa de alcanzar con palabras lo que no está en las palabras. Hay un desacuerdo, desfasaje, distorsión o desencuentro  entre las palabras y las cosas, tal que invitan a la dicotomía fácil entre lenguaje y realidad, literatura y vida, ficción y política. Me parece a mí que en esas oposiciones se termina omitiendo el territorio más propio de la literatura que no es ni la palabra ni la cosa. Sino el mismo desacuerdo, la misma distorsión. Es un territorio difícil porque siempre está deshaciéndose. Cuando se lo pretende asir ya siempre está reduciéndose a la palabra o reluciendo como cosa.
Digo todo esto porque leyendo el libro de Ever, de a poco uno se va encontrando en cierto lugar sin lugar, más bien en cierto espacio de umbral entre las palabras y las cosas que acaso remita a esa zona que el sueño abre entre la conciencia despierta de la humanidad y el deseo animal que la arrebata.
Intento trazar alguna relación entre eso que Ever hace en sus cuentos y el fenómeno del sueño no tanto para señalar una temática sino un procedimiento. Cada cuento como un sueño, cada cuento como huella de un corte (tajo entre el deseo mudo y la conciencia parlante), pero también la misma escritura como procedimiento de superposiciones y mezclas:
El relato Homobono comienza así: 
"Homobono está en medio de un pueblo caluroso, busca la dirección de una fiesta de cumpleaños a la que fue invitado". 
El relato termina así: 
"poco a poco  la agitación de Homobono entra en calma. Acerca nuevamente la luz del velador y se pone a mirarse la herida en el pubis. Está listo para lo peor. Sin embargo lo que se ve es realmente lindo. Le encanta. Lo llena de ternura hacia sí mismo. La carne perforada del pubis, color sangre, es como una dulce y pequeña vagina".
Hay un efecto de pérdida en el cuento, como si lo que nos relata es el orden provisorio de los restos de algo que estalló.
El procedimiento entonces: narrar el desastre con amabilidad y parsimonia, nunca narrar el desastre sino iluminar el tránsito hacia el desastre. Volver extraño lo cotidiano hasta transformarlo en lo imposible. Pero en calma, con una alegría mansa.
En el relato En la Rana Verde el tránsito cambia de dirección, va del sueño a la vigilia. Pero de nuevo no importa ni el inicio ni la llegada sino la conquista de una tierra imposible que sea el camino para irnos del planeta tierra. En un bar, una mujer llamada Yiyo, le cuenta al narrador un sueño. Sueña con gente, mucha gente, una multitud que transita su sueño, se meten en su habitación y bailan y cantan como santos en éxtasis, bajo la lluvia y con los pies metidos en el barro. La mujer al parecer, le ha contado su sueño a otros escritores. “Los escritores –escribe Ever- se llenan de dilemas al oírla y le piden que tome alguna determinación. Le afirman que su deber es mostrarlo todo, traducirlo en palabras, escribirlo. Pero no se puede, es una multitud íntima. Son símbolos en pos de qué simbolizar, de eso se tratan estos ataques mentales que me importunan constantemente. Detrás no hay nada”
Detrás no hay nada. Y si detrás del símbolo no hay nada entonces el símbolo no importa. Lo que importa es bailar. En los cuentos de Ever el lenguaje no sirve sino para salir del lenguaje. De fondo eso que Ever hace con el lenguaje es ponerse a bailar. Ningún símbolo, ninguna explicación sino ponerse a bailar con los restos del desastre: el cuento termina así “oh, no nada de eso, no me hables de eso, me dice apenas empiezo a hablar, pero yo ya empecé y continúo hablando, y a medida que hablo le miro las largas piernas, le miro los pies, y veo que comienzan a moverse, hacen los primeros movimientos siguiendo el ritmo de una música que yo no escucho pero sé que está sonando, aquí mismo, en el bar, para nosotros.”
Una música que yo no escucho pero sé que está sonando aquí mismo, ¿de dónde viene esa música. ¿Es esa música la misma que resuena en la habitación del sueño de Yiyo para que bajo la lluvia una multitud íntima baile con los pies en el barro? Digo, una música que nadie escucha pero que suena aquí mismo, una música que no es música que no se reduce al sonido. Ni palabras ni cosas, la literatura de Ever parece encontrar ese pasaje raro de
El primer relato del libro se llama Cajita de cartón y es maravilloso. De lo mejor que se puede leer en la literatura argentina actual (digo, suponiendo arbitrariamente que las palabras "literatura argentina actual" signifiquen algo). Una nena le dice al padre: “yo ya no tengo eso. Qué no tenés. Dulce amarillo, alma. Se me perdió. El rostro de la niña se ensombrece un instante, pero enseguida vuelve a iluminarse. Yo sé dónde está tu alma papi…" El alma del padre está en una caja de zapatos llena de fotos, cartas, direcciones, recuerdos. Lo que habla en esa cajita no son tanto los recuerdos guardados del padre, sino la infancia, no tanto la infancia como tema sino, al igual que el sueño, como tajo, corte y herida de una lógica narrativa que el lenguaje del adulto parece haber perdido.
La nena no sabe dónde dejó su alma, y se volvió viejita (los dedos arrugados por el agua en la que se está bañando). La nena pierde su alma, y yo pienso que lo que ha perdido es la infancia, la infancia como ese lugar del todavía no del lenguaje, ese momento de pasaje hacia el lenguaje, en el umbral del lenguaje, ese instante en el que tuvimos que aprender a hablar, aprender a hacernos humanos, ese todavía no de lo humano en el hombre. En el cuento sólo queda claro ese proceso de pérdida que se traduce en lucidez. Obligada a la lucidez la nena pierde su propio umbral
Con esa música de la infancia, con ese tono del sueño y el recuerdo de algo que ya se ha olvidado, Ever escribe Osobuco, todo Osobuco, pero también y especialmente el cuento que se llama Osobuco. Ahí ese lugar del no-lugar del que vengo hablando parece saturarse. Hay un judío en Paraguay que pretende comprar catorce kilos de bife angosto y el carnicero le vende tres kilos de Osobuco. Apenas sale de la carnicería se abre el paisaje apocalíptico y el dilema acerca de cómo vivir el fin. Asunción entra en colapso, el mundo se acaba. El problema es cómo vivir el fin, cómo estar a la altura del apocalipsis, ahí donde las telenovelas de la tarde terminaron desnudando el carozo podrido de todo drama, y el humanismo se nos redujo a la mueca socarrona del que ya escuchó el cuento. El relato de Ever se presenta explícitamente como dilema entre la literatura apocalíptica y la novela rosa. La historia de Biederman, el protagonista, está atravesada por la voz que un narrador que en tercera persona analiza los encuentros y desencuentros entre la literatura apocalíptica y las telenovelas, y nos muestra que en algún punto ambas parecen mezclarse y contaminarse hasta no poder distinguir una de otra. Qué es lo que no se puede distinguir?: el humanismo del fin y el simulacro de la narración del fin. El problema entonces es desde qué lugar escribir sobre el fin ahí donde el tiempo del drama y el humanismo se ha secado. Porque el fin está ahí, acá nomas, dentro de un rato, pero a la vez el fin es lo que se nos ha vuelto innombrable. El fin del mundo no puede ser el fin del mundo sino más bien el límite de nuestros relatos, ilumina nuestra propia imposibilidad. Y entonces de nuevo la pregunta: cómo vivir ese límite del relato. Entonces surge lo que me parece la genialidad del relato. No se trata del gesto irónico al que ya estamos acostumbrados sino de la sabiduría del que busca la alegría tranquila de lo que puede.

Había gente sentada en las veredas, tomando
mate, y gente caminando de aquí para allá, dejándose
mojar por la lluvia, abriendo los brazos. Como si recibieran el
bautismo de las aguas negras, haciendo una danza ritual. Pasaron
coches estacionados sin cuidado y que se exhibían en su orfandad
con las puertas abiertas. Las casas que cruzaron también tenían
las puertas abiertas. La gente caminaba de aquí para allá. En
éxtasis. Mendigos locos parecían todos. Las mujeres con polleras
cortas y paraguas cerrados, saltando charcos al caminar, o simplemente
saltando porque sí. Como si bailaran una música espectral.
Las calles parecían los pasillos de una discoteca del infierno.
Un infierno de agua. Por todas partes sombras húmedas.
Bailando al ritmo de la lluvia negra. Como si estuvieran en una
discoteca improvisada en un baño público del infierno, habilitado
solo por las madrugadas.
Mientras el coche avanzaba, Susana mantuvo apretada contra
la suya la mano de Biedermann.
–¿Alguna vez comiste osobuco, Ramiro?
–Nunca.


Anoche leía esto que estoy diciendo ahora y pensaba que tenía que ser más preciso, que no llegaba a contar nada del libro. Con esa sensación me fui a dormir. Entonces soñé que me encontraba con Ever y le preguntaba ¿por qué todo ese talento empleado en una amargura tan rara?, y él me respondía que esa era la única moral posible allá en las sociedades industrializadas. Entonces le preguntaba ¿de qué lado está el error, Ever? Y él me respondía que los virajes apocalípticos enturbiaban cualquier horizonte, pero que precisábamos mantener la serenidad histórica. Cabeza fría, dijo Ever, apretándome el brazo. Sí, Ever tiene razón, tenemos que mantener la serenidad. Siempre es bueno oír de nuevo que en el interior de las crisis nace, nace ¿qué cosa nace Ever? Entonces Ever me dijo que el apocalipsis nunca es nuestro, no pudimos decidirlo, no podemos nombrarlo, se nos da como al relámpago su resplandecer sin saber qué es lo que resplandece”.

Texto leído en la presentación del libro "Osobuco".

1 comentario:

e. r. dijo...

Gracias, Pablo. Me emociona mucho.
Saludos