domingo, 11 de septiembre de 2011

"El ingeniero", de Juan Rodolfo Wilcock

Editorial Losada, Buenos Aires 1997
Traducción de Guillermo Piro



Un joven ingeniero es contratado para dirigir una obra ferroviaria en la provincia de Mendoza. Allí llega pleno de entusiasmo, encantado de abandonar una Buenos Aires que ya lo ahogaba. Se enamora del paisaje de los Andes, de la nieve, la soledad, etc. Y para narrar su vida allí escribe periódicas cartas a sus parientes y exige de ellos, a su vez, el envío de cartas y otras cosas como libros, ropa, colchones.
Al igual que en otro libros de Wilcock, uno siempre tiene la impresión de que le están tomando el pelo. Más que una burla cómplice, tierna, parece una broma cruel, sarcástica, aunque se haga en un tono amable y hasta cierto punto condescendiente.
Esta novela está estructurada en una serie de cartas con un único remitente: el joven ingeniero. De las respuestas que le da a su madre o abuela, nos enteramos vagamente de lo que sucede en Buenos Aires. Prácticamente todo se centra en la descripción de su vida en la cordillera, un poco nos enteramos de sus compañeros de trabajo, de un perro y la variación climática. Hace calor o no, duerme poco o no, no extraña nada la capital, va desprendiéndose cada más de todo, exige atención extrema de sus parientes, no quiere ser olvidado en ningún segundo -aunque el recuerdo que encienda en sus conocidos no tenga asidero y no pase de un trámite burocrático, el ingeniero quiere recibir regalos y cartas.
Escribe sus cartas desde Mendoza, Polvareda, Paramillo, San Rafael, Agua Nueva, Piedras de Afilar, Pedro Vargas. Va mudándose por órdenes superiores, sin emitir mayor queja. También sus tareas cambian, aumentan, pero el ingeniero lo soporta todo con buen humor. En cada sitio, salvo lo que pueda ofrecer el paisaje, no pasa gran cosa. O sí: pero el ingeniero esquiva, ignora, se desentiende. Nada sobre la superficie mirando las reverberaciones del sol sobre el agua, encandilándose, pensado en cualquier cosa, sin cuestionar la contingencia por más de un ratito.
Es una novela aburrida. Pero de un aburrimiento que crea, sin embargo, expectativas. Si bien el personaje admira, por ejemplo, las flores negras de Polvareda, o la nieve, no va luego y arranca estas flores ni se pone a jugar con la nieve. Si bien sus compañeros de trabajo lo invitan a cualquier cosa, el ingeniero se escurre; uno de estos empleados intenta matarlo –giro dramático como pocos- pero el ingeniero apenas se entera y en una carta lo cuenta como tal cosa fuera una nimiedad. No sabemos qué pasa con el homicida frustrado, es posible que haya vuelto a trabajar como si nada, al ingeniero lo tiene sin cuidado. Le preocupa solamente recibir sus cartas para saber que está siendo recordado. Necesita su colchoneta de cuero, duerme sobre el piso, quiere expresamente un par de prendas de vestir que se dejó en Buenos Aires (aunque podría encargarlas en Mendoza, él quiere esas en particular); pero no nos dice en las cartas por qué. Tampoco da pistas, solo hechos consumados. Evita ser misterioso, es más un evasor. Incluso sus cartas terminan cansándolo, así como las cartas que recibe, pero no está dispuesto a dejar de escribirlas ni leerlas.
No obstante a pesar del ingeniero la vida cordillerana es bullente: hay peleas, envidia, odios, que pasan sobre él e incluso lo atraviesan: muere por accidente un empleado; enferma; conoce a unas chicas en una fiesta; un compañero lo denuncia y consigue que sea trasladado a otro puesto, lejos -no sabemos bien claro qué es lo que pasó: simplemente un tipo no lo soportaba a él porque él le cae bien a uno de los jefes, y por interpósita persona lo agreden a él, trasladándolo, para agredir a otro, o sea su jefe, el detestado; el ingeniero se traslada y muy pronto está encantado con el nuevo lugar; compra un perro, luego rapta otro para que este primer perro tenga compañía; da paseos a caballo.
Escribe en sus cartas que cada día está más feliz y no extraña para nada Buenos Aires, aunque sí a sus familiares; pero no por ello se muere de ganas de volver. Finalmente ocurre lo misterioso: desaparece un niño; este hecho es someramente apuntado en una carta y luego se olvida. Después desaparece otro niño y peor: ni siquiera le dedica un párrafo; le preocupan más las cartas que no recibe de sus parientes y los libros que tenían que enviarle.
Cada vez el ingeniero está más desprendido de todo, más flotante, y cuando su contrato fenece y debe volver a casa, decide emprender un rodeo e ir al norte, hacia salta, a pasear un poco, de vacaciones. Comienza su última carta en Purmamarca y la concluye en Humahuaca. Conoce a un chico huérfano que le sirve de guía y decide, escribe el ingeniero, llevarlo consigo a Buenos Aires. Termina la novela.
Por supuesto, el ingeniero es un farsante que nos hace leer tonterías, pues la verdadera no-vela transcurre en lo velado, y es de terror.



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6 comentarios:

kurubeta dijo...

Wilcock, un genio!pd. su nombre traducido al casteyano sería algo así como: huevos poderosos!ya de entrada es más interesante que el otro argentino de apellido inglés..diego vecchio sería un pariente hoy en día...

k dijo...

no conozco al autor pero me gustó tu comentario E., apuntaré este libro en la agenda, saludos

Richard dijo...

¡Hola Ever! Has despertado muchas ganas para que yo obtenga esta novela aburrida inmediatamente o, al menos, pronto. Gracias. ¡Saludos!

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