domingo, 27 de febrero de 2011

Fernando Vidal Olmos, Ivy Peters y los pajarillos


FERNANDO VIDAL:

«Desde que recuerdo vivió obsesionado por los ciegos y la ceguera.
Un poco antes de la muerte de su madre, cuando todavía vivíamos en Capitán Olmos, recuerdo un hecho característico. Había apresado un gorrión, lo llevó a aquella pieza que tenía arriba, a la que llamaba su fortín, y con una aguja le pinchó los ojos. Luego lo largó, y el pájaro, enloquecido de dolor y de miedo, se lanzaba frenéticamente contra las paredes, sin acertar a salir por la ventana. Yo, que traté de detenerlo en aquella mutilación, me sentí mareado. Creí que mientras bajaba la escalera me desmayaría, y hube de agarrarme durante un buen tiempo de la baranda hasta reponerme; mientras oía que Fernando, allá arriba, se reía de mí.
Y aunque muchas veces me había dicho que les sacaba los ojos a pájaros y otros animales, era la primera vez que lo vi haciéndolo. Y también la última. Nunca podré ya olvidar la espantosa sensación de aquella mañana.»

“Sobre héroes y tumbas”, de Ernesto Sábato.
RBA Editores - Barcelona, 1993
(la primera edición es de 1961)



IVY PETERS:

« … [Ivy] Sacó del bolsillo una caja rota de cuero y, al abrirla, los muchachos observaron que tenía varios instrumentos raros y pequeños. Hojitas afiladas, anzuelos, agujas encorvadas, una sierra, un soplete y unas tijeras.
-Muchas de estas cosas me las mandaron con un estuche de disecar, de la revista Compañero de la Juventud, otras las he hecho yo mismo. –Se arrodilló con trabajo –parecía que sus coyunturas se resistían a doblarse- y escuchó con la oreja pegada al sombrero–. Es tan ligero como un grillo –anunció. Y metiendo de pronto la mano bajo el ala [del sombrero], sacó al asustado pajarillo. No sangraba ni parecía estar herido.
–Ahora, poned atención y os mostraré algo –dijo Ivy. Sostuvo la cabeza del pájaro con el dedo pulgar y el índice, mientras encerraba con la palma de la mano su cuerpo palpitante. Y rápido cual una centella, como si fuese un truco practicado ya muchas por él, le sacó los ojos que brillaban en la aturdida cabecita, con una de aquellas hojitas de metal, y lo dejó libre enseguida.
El pájaro se alzó en el aire con un movimiento en espiral, se lanzó a la derecha y topó con el tronco de un árbol; se lanzó hacia la izquierda y topó con otro. Voló hacia arriba y hacia abajo, hacia atrás y hacia adelante, entre la maraña de ramas, raspándose las plumas y cayendo y levantándose de nuevo. Los muchachos lo observaban inquietos e indignados, no sabiendo qué hacer, y no porque fueran demasiado sensibles: Tedeíto iba al rastro siempre que había matanza, y los hermanos Blum vivían de cosas muertas. Ninguno hubiese creído que podrían angustiarse de aquel modo por un pajarillo herido. Había no sé qué de salvaje y desesperado en la manera en que aquel ciego animalito batía sus alas contra las ramas revoloteando a la luz del sol que no podía ya ver, levantando y sacudiendo la cabeza, como hacen todas las aves cuando beben. Ahora pretendía colocar sus patitas sobre la misma rama donde la habían sorprendido, y pareció reconocer la alcántara. Como si los golpes lo hubiesen adiestrado, picoteando se deslizó a lo largo de la rama y se metió en su mismo agujero.
–Ahora, si lo saco de allí, lo puedo matar para que no sufra más –dijo Niel Herbert con los dientes apretados–…»

“Una dama perdida” (A Lost Lady - 1923), de Willa Cather.
Centro Editor de América Latina, Buenos Aires 1977.
Traducción de León Felipe



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