viernes, 17 de abril de 2009

Medios de transporte


Estuve en el cumpleaños hasta pasada la medianoche. Luego fui a la estación de Haedo, a esperar el tren de las 00:52. Las calles estaban desiertas y oscuras, pero las casas burguesas y las veredas cuidadosamente limpias las hacía confortables. Hacía mucho frío. Llegué media hora antes a la estación, no había nadie en los andenes, salvo un guardia. Crucé el molinete sin pagar boleto. Nadie paga boleto a esta hora, sin embargo el guardia me miró como dudando entre reclamarme o no. Entonces le pregunté si aún había trenes. Yo sabía que sí, pues al venir a Haedo tres horas antes me había fijado en los horarios. Sí, me dijo el guardia.

Fui a un banco cerca del kiosco de la estación, que está bajo techo. Todo se veía bastante desolado. Abrí el libro que estoy leyendo, “El arte y la masa”, de Elías Castelnuovo. Leí unas 20 páginas, dudando entre si el autor era un fanático mal intencionado o simplemente un fanático.

Escuché pasos a mi lado. Un hombre calvo, de 40 años, flaco y muy abrigado, caminó hacia mí. Cuando estuvo a pocos pasos noté que llevaba anteojos. Tenía una pinta muy frágil y caminaba con pasos miedosos.

¿Todavía hay trenes, macho?, me preguntó con aire canchero.

Sí, respondí.

Siguió caminando y se sentó en un banco a pocos metros del mío. Poco después sacó un libro grueso y se puso a leer. Lo miré un rato, después volví a mi libro.

Castelnuovo decía: «… para encontrar el origen y la función del arte no es posible sacarlo del marco de la sociedad, supuesto que es la sociedad quien lo produce y consume sus frutos sistemáticamente. Tolstoy, en cambio, se sumerge primero en el abismo pletórico de sombras de su propia cabeza como si adentro de su cabeza estuviese la sociedad y, enseguida, realiza otra inmersión más profunda todavía en el abismo mucho más sombrío aún de la cabeza del Padre Eterno…» Me puse a pensar en la cabeza de Tolstoi y me abstuve de pensar en la cabeza del padre eterno. Pues, ¿qué iba a encontrar allí?

Me levanté y caminé hacia las vías. El tren venía acercándose a unos doscientos metros.

Viene el tren, dije al tipo que seguía leyendo.

Sí, gracias, respondió.

El tren se acercaba lentamente, tembloroso, como si fuera a destartalarse en cualquier momento. Caminé a la punta del andén para subir al primer vagón. Sin embargo, subí al segundo, porque estaba más habitado. En el primero solo había un linyera y un perro durmiendo. Era un vagón muy deprimente. En el segundo, algunas señoras, ocho o diez tipos esparcidos por ahí, dos guardias. Ocupé asiento al lado de un hombre gordo que dormía. El tren olía a sudor y hollín, miles de personas habían pasado por él dejando un resto vago de su peor aliento. Dejamos la estación tambaleándonos. Volví a abrir el libro, pero no pude empezar a leer porque escuché que alguien hablaba a los gritos. Tres asientos detrás del mío, un jovencito, morocho, de gorro y campera, preguntaba dónde estábamos. Miré a los guardias y comprendí: lo estaban vigilando a él.

Estamos en Haedo, vamos para Ramos Mejía, le dijeron.

El de gorro cambió de asiento y sentó en uno delante del mío, frente a los guardias parados que lo miraban con desprecio. El de gorro estaba atento a las calles que íbamos pasando, parecía perdido y ansioso. Llegamos a Ramos y preguntó si estábamos en Once. Tenía la voz pastosa, borracha.

Ramos Mejía, le dijo un guardia.

Avisame cuando estemos en Ciudadela, dijo. Nadie le respondió. En la estación de Ramos no subió nadie. El tren avanzó tambaleándose, chirriando.

Estamos en Ciudadela, le dijo un guardia al tipo del gorro, cuando paramos en la siguiente estación. Entonces el del gorro se levantó, se acercó a las puertas del tren y gritó: ¡Fuerte Apache! Y volvió a sentarse. Poco después se levantó de vuelta y se dirigió hacia los vagones del fondo. Los guardias fueron tras él. Recién entonces advertí, al mirar a los demás pasajeros, la tensión que había en nuestro vagón. Las caras de las señoras se relajaron, y también la de los hombres y yo, también, me relajé.

En la estación de Liniers subieron dos tipos, de alrededor de treinta años. Uno iba en bermudas y campera, con barba y cabellos cortos. El otro era muy flaco, iba abrigado con un buzo negro. Se sentaron en asientos al lado del mío. Hablaban, pero por el fuerte ruido del tren, no escuché nada de lo que iban diciendo.

¡Fuerte Apache!, escuché que gritaba el tipo de gorro. Su voz venía del vagón detrás del nuestro. Con pasos apurados caminaba de vuelta hacia nosotros, seguido de los guardias.

Se sentó en un asiento delante del mío. Cuando vio a los hombres que subieron en Liniers, les preguntó:

¿Ustedes son de Fuerte Apache?

San Justo y Ramos Mejía, le respondió el tipo de barba y bermudas.

El de gorro entonces se levantó y fue a sentarse en un asiento delante de ellos.

Yo soy de Fuerte Apache, mucho gusto, dijo, y les tendió la mano. Los dos hombres se la estrecharon afectuosamente.

¿Qué es lo que te pasa a vos?, le dijo el tipo de bermudas.

Ya quiero llegar a Once.

¿Para qué? ¿Qué tenés que hacer ahí?, dijo el de Bermudas.

Tengo que ir a laburar. ¿Venís conmigo?

El de gorro hablaba a los gritos y el de bermudas le respondía comedido.

¿Por qué andás gritando así? Parecés loco. Andate con cuidado.

A pesar de lo que decía, el hombre de bermudas le hablaba con una voz amable al de gorro, sin intención de ofender.

Yo siempre tengo cuidado.

Contame qué te pasa, insistió el de bermudas.

Salí hoy.

¿Cuánto tiempo?

Dos años y medio. Robo a mano armada.

¿Y ahora querés entrar de vuelta? Yo también estuve ahí y no vale la pena que te vuelvas. ¿Qué vas a ir hacer?

Voy a laburar. Tengo una hija. ¿Venís conmigo?

Yo también tengo familia. ¿Por qué no te cuidás? ¿Qué tomaste?

Nada, nada. Ni una pastilla. Yo no hago más eso.

¿Y ahora querés volver? ¿Por qué?

¿Vos dónde vas?

A Caballito.

¿Vas a laburar ahí?

Sí, pero no es lo que pensás. Es otra cosa. ¿Por qué no te quedás tranquilo acá con nosotros y en Caballito te tomás el tren de vuelta a tu casa?

Tengo que ir a laburar. ¿Venís conmigo?

Y ahí en Once qué es lo que vas a hacer. Sabés que te van a agarrar.

Yo tengo cuidado, dijo el de gorro, y se palpó el pecho de la campera.

¿Qué tenés ahí?, dijo el de bermudas.

Una 38.

Ja, ¿para qué hacés eso? Sos joven, ¿por qué no te volvés a tu casa y estás con tu hija? ¿Cuántos años tenés?

20.

¿20? Pero si sos un pibe vos. Por qué te hacés esto… Sabés que no vale la pena.

Si voy contigo a Caballito, ¿vos venías conmigo después a Once?

No puedo ir. Tengo que laburar, ya te dije.

El tren acababa de dejar la estación de Floresta. Yo tenía que ir hasta Caballito y de ahí tomarme un colectivo hasta Palermo. Pero por lo que escuché, espantado, decidí bajar una estación antes, en Flores. ¿Por qué no iba a hacerle caso a una corazonada, a la una y media de la mañana, en Buenos Aires? Me paré en la puerta. Los tipos seguían conversando, pero ya no les podía escuchar.

Cuando entramos a la estación de Flores, planeé mi desembarco. Caminaría rápidamente, sin mirar a los costados, hasta salir de la estación. Luego doblaría a la derecha, cruzaría las vías, mirando una vez a los costados por si venía alguien sospechoso y me dirigiría hasta la plaza. Allí podría relajarme, pues está medianamente iluminada y siempre hay gente.

Hice todo tal cual. Al cruzar las vías, vi un grupo de chicos que fumaban paco en la vereda por la que yo avanzaba. Cambié de vereda. Una parrilla estaba abierta y dentro unos tipos tomaban cerveza haciendo gestos bruscos con las manos. Reían. La plaza estaba desierta, oscura. Caminé rápido sin mirar nada particular. Crucé la avenida Rivadavia, sin saber si doblar a la derecha o a la izquierda, en busca de la parada del 141. Doblé a la izquierda. Ningún cartel indicaba el 141. Retrocedí mi camino por una cuadra, hasta encontrar el cartel correcto. La calle estaba muy mal iluminada, sucia, con olor a pis. Pasaban pesados colectivos con pocos pasajeros. Frente al cartel de la parada, un cyber-café colgó un cartel: “A partir de las 00 hasta las 02, libre por $2”. El cyber-café tenía la puerta enrejada y no dejaba ver lo de dentro. Pero sus luces estaban encendidas. Al lado había un kiosco abierto. Dos tipos de más de 60 años, uno de ellos fumando un largo cigarrillo, hablaban con el kiosquero que no se dejaba ver. Miré mi reloj: 1:35. Me senté en la vereda a esperar.

El tipo del cigarrillo frente al kiosco tenía abundantes cabellos blancos, con apenas un breve asomo de calvicie en la frente. Era bajito, encorvado. El otro, que no fumaba, era en cambio un tipo bastante alto. No se quedaba quieto, daba un paso hacia adelante, a los costados, volvía a acercarse al kiosco. Sus maneras eran delicadas, como si en todo momento quisiera dar a entender que era alguien educado. El del cigarrillo en cambio, tenía maneras avaras como las de un prestamista de barrio.

Si yo te digo que es un buen tipo, es porque es un buen tipo, metete eso en la cabeza, dijo el del cigarrillo al kiosquero que no se dejaba ver.

El cigarrillo se le consumió al viejo y entonces lo arrojó con un ademán violento a la vereda. Parecía enfadado, pero sin perder el buen humor.

Yo te digo que va a venir de vuelta por acá, dijo.

Luego hizo una pausa, lo que seguramente se debió a que el kiosquero le hablaba. Pero al kiosquero nunca pude oírle la voz.

Me paré a mirar si alguno de los colectivos que venían por Rivadavia era el 141 y cuando comprobé que no, volví a sentarme. El viejo tenía otro largo cigarrillo en la mano. El tipo alto que estaba con él, le pidió unos caramelos al kiosquero.

Si vos le decís que son cuatro con treinta, y son cuatro con treinta, no va a tener problema. En cambio si le decís que son ocho pesos ahí ya no sé, dijo el viejo del cigarrillo.

Pausa del kiosquero.

Sí, sí. Yo no te digo nada por eso. No te lo puedo garantizar, dijo el viejo del cigarrillo.

Un coche gris se acercó despacio por Rivadavia, encostándose contra la vereda donde yo esperaba el colectivo. Estacionó treinta metros más adelante. Bajó del coche un tipo gordo, alto, con remera negra. Tocó el timbre del cyber-café. La puerta chirrió y el tipo gordo entró.

Antes de salir de Haedo, fui al baño previniendo el desastre. Soy un tipo meón. En la parada del 141, sin perspectivas de que se acerque un colectivo, me volvieron a dar ganas de mear. El pis se me acumulaba en el estómago provocándome acidez. Pero no quería levantarme a mear, pues si se acercaba el colectivo lo iba a perder. Abrí el libro de Castelnuovo, pero el párrafo que leí no me dijo nada. Lo cerré, encendí un cigarrillo. Al otro lado de la calle avanzaba lentamente un camioncito del gobierno de la ciudad. Del camioncito salía una manguera sujetada por un tipo de uniforme de limpieza que regaba las veredas con un chorro neblinoso y potente. Despedía un olor a humedad que se mezclaba con el del combustible de la Avenida Rivadavia. Delante del tipo de la manguera iba otro tipo que con una bolsa recogía latas y botellas. Detrás del tipo de la manguera iba otro que con una escoba iba barriendo la calle. El chorro de la manguera aumentaba mis ganas de mear.

¿Y vos te creés que todo es así nomás?, dijo el viejo del cigarrillo.

Pausa del kiosquero.

La otra vez estuvimos hasta las cinco de la mañana y no pasó nada, dijo el viejo del cigarrillo.

Su compañero alto estaba parado mirando la calle. Parecía ensimismado y la vez atento a la conversación.

Una pareja bajita abrió la puerta de la casa al lado del kiosco. El hombre tenía una botella de gaseosa en la mano y la mujer los cabellos despeinados. Iban en sandalias, abrigados con buzos. El viejo del cigarrillo guardó silencio mientras la pareja recogía el embace lleno y volvía a entrar a la casa. Una pareja de hombres cruzó Rivadavia y se paró frente al kiosco. Eran un hombre de unos cincuenta años y el otro parecía el hijo, como de veinte, pelo largo atado en coleta. El padre hizo un chiste a los viejos del kiosco, que no entendí, y todos rieron. Miré de vuelta a ver si venía el colectivo. Nada. 1:50 am. Tenía ganas de mear.

A las dos de la mañana los viejos seguían su misteriosa conversación con el kiosquero y yo estaba tan atento a retener el pis y esperando el colectivo, que no entendí mucho de lo que iban diciendo. La puerta del cyber-café se abrió y salió una mujer alta y de piernas flacas. El pantalón ceñido le marcaba un culo voluminoso. Dijo gracias y caminó rápido rumbo a la plaza, meneando cándidamente las caderas. Detrás de la mujer salieron ocho tipos. Cuatro de ellos de menos de veinte. Otro, mayor, tenía un casco en la mano y le hablaba a uno que parecía el dueño del cyber café. El del casco le hizo un chiste a los cuatro más jóvenes, con palabras que no entendí, pero estos no rieron. Solo rió el dueño del cyber-café. Son unos chorros ustedes, dijo riendo, tienen que tener cuidado que no los agarren, reía, ja, me equivoqué, dijo, son putos. Los cuatro chicos no le hicieron caso y se fueron caminando en silencio. Otros dos tipos que también salieron del cyber-café, se quedaron parados frente a la puerta, como decidiendo qué camino tomar. Luego marcharon hacia la plaza. El del casco le hablaba al dueño del cyber-café, que escuchaba riendo.

La tipa mandó una carta documento que empezaba diciendo: les mando esta carta documento porque…, ja, ja, así empezaba la carta documento, dijo el del casco, y reía. El dueño del kiosco reía bajito, con desinterés.

La vereda de enfrente ya estaba limpia y el camioncito se veía a varias cuadras de distancia, moviéndose lento, paciente. Al tipo de la manguera ya no lo podía ver. Yo estaba harto y con demasiadas ganas de mear. Volví al libro de Castelnuovo: otra frase incomprensible. Sin embargo, seguí leyendo para distraerme.

Y ahora vamos a ver cómo solucionamos el problema, pero va salir bien. Como dicen, dale tiempo a dormir a tu enemigo que siempre se muestra durmiendo, dijo el del casco. Una frase verdaderamente estúpida. Volví a fijarme en los viejos del kiosco, que seguían hablando, pero no pude oír sus palabras porque el del casco hablaba muy fuerte.

Dos y veinte de la mañana. La acidez me causaba mareos. El cyber-café había cerrado las puertas y la pareja de viejos seguía en el kiosco. Miré la calle desierta y ubiqué a unos metros de mí un zaguán. Caminé rápido y me puse a mear. Me salió un chorro potente y doloroso, pero era a la vez infinitamente placentero. Era tan placentero que quise acostarme allí y seguir meando para siempre. Mi cabeza dio vueltas, como en un carrusel. La acidez desapareció enseguida.

Cuando volví a la parada una pareja joven se acercaba conversando. Yo me senté bajo el cartel y la pareja se paró a mi lado. El chico tenía la cabeza rapada y una barba al ras, bastante abundante. Sus ojos redondos y la tez de quien nunca tomó sol, sumado a una boca enorme, me hicieron concluir: es un tipo espantosamente feo. Sin embargo, sonreía mucho al hablar y su voz era dulce, lo que le hacía parecer una persona agradable. La chica era bajita, tenía puesto unos ajustados jeans que le marcaban unas bonitas piernas de adolescente. Botas en los pies, saco negro al cuerpo. Su pelo era corto, peinado infantil, boca pequeña pero labios carnosos. Era medianamente atractiva. Los dos hablaban riendo.

Yo necesito urgentemente plata, estoy en la lona, dijo el tipo. Hace dos semanas que quiero cobrar una platita. No doy más, no sabés, dijo, meneando el cuerpo al hablar.

¿Y qué pasó con eso de irte?, dijo la chica. Tenía acento de Misiones.

Y ahora no sé. Yo lo que quiero hacer es alquilar mi parte del departamento para tener una platita. Pero depende de mi hermano. ¿Viste que tendría que compartir todo con la otra persona?

Sí, parece que él no tiene muchas ganas, dijo la misionera. Su acento la embellecía un poco más.

Y sí. Bueno, con esa plata yo podría pagar los gastos del departamento y tener una reserva. Y sí me quiero ir. Yo quiero estar en esta ciudad cada tres meses nomás, un rato. No está muy bueno todo el tiempo.

Pero tu barrio es muy lindo, dijo la misionera.

Sí, está buenísimo. La gente es copada, hay de todo, está bueno vivir acá.

El barrio donde estoy es una mierda.

¡Sí! Es un barrio re-facho. La gente es malísima, re-hija de puta. Por eso está bueno vivir acá. Se siente más lo que es Buenos Aires.

Al hablar, la misionera apretaba sus brazos contra sí, protegiéndose del frío. El tipo no paraba de hamacar el cuerpo. Ella miraba al tipo con simpatía mientras hablaba, y el otro miraba hacia cualquier lado. Sin embargo le sonreía todo el tiempo a la misionera. Parecía estar en plan de conquista, pero sin dejarlo notar demasiado, como quien no quiere la cosa.

Mi hermano no parece muy dispuesto a ceder con el departamento, dijo el tipo. A mí me hace re-falta conseguir plata. Tengo un laburito de trescientos pesos que no puedo concretar. Estoy re-pendiente. Son quince minutos de laburo nomás. Un flayer que tengo que hacer…

¿Y qué pasó con eso de las fotos?, dijo la misionera.

¡Ah… cierto! Me había olvidado. Y depende del Fabi, ¿viste que las fotos son de él? Ja, ja. En realidad yo quiero armar un videíto con las fotos, no se va a poder negar. Ya tengo todo y hasta donde lo podría vender. ¿Te imaginás? Estaría buenísimo.

Ya hace rato que no sé nada de él.

Y anda por ahí, laburando como siempre.

¡Hola, señores!, dijo una voz a mi lado. Volteé a mirar. Era un carritero que le hablaba a los viejos del kiosco. ¿Cómo andan por acá, buena gente?, dijo el carritero. La otra vez pasé por acá y me pasaron ropas y frazadas para los chicos de mi barrio. ¿Vieron que está jodida la cosa? Nadie tiene laburo, está duro todo. En un ratito repartí todo lo que me dieron…

Mirá, dijo el viejo del cigarrillo, yo no te quiero decir nada pero los padres son todos chorros. No vale la pena que se les dé nada. Total van a venir después a robar. Total se van a llevar nomás lo que quieren. ¿Para qué tenemos que darle también nosotros nada a ellos?

Sí, dijo el carritero. Pero mire que no es para los padres. Sino para los chicos, ¿me entiende? Yo solamente llevo cosas para los chicos, ¿me entiende? Nada para los padres. Solo ropas de chicos, frazadas, cualquier cosa que les pueda servir.

Si es así entonces está bien, dijo el viejo del cigarrillo. Y se pusieron a reír.

El carritero dejó el carrito en la vereda y le estrechó la mano a los viejos del kiosco.

Hace rato que no venías por acá, che, dijo el viejo alto.

Y ya ves, uno anda ocupado, dijo el carritero. Reían. Dejé de mirarlos.

¿Decís que va a venir el 141?, preguntó la misionera.

Claro, dijo el tipo. Yo ya estuve dos horas esperando el colectivo.

¿Dos horas?

Sí. Una vez volviendo de Congreso.

¡Pero en dos horas podés volver caminando!

Lo que pasa es que yo vivía lejos. Tenía que ir de Congreso hasta la casa de mi vieja, iba a tardar más de dos horas caminando. ¡Es re-lejos!

¿Y dónde queda?

Está entre Mataderos y Villa Lugano…

¿Villa Lugano no era muy peligrosa?

Sí, una parte. Pero yo vivía de este lado de la Avenida General Paz. Es un barrio re-lindo, con árboles, limpio. Vivía mi vieja ahí y yo estuve unos años con ella.

¿En serio?

Sí. Re-bueno estaba.

Me paré a mirar si venía el 141. Nada. Encendí un cigarrillo.

Entonces el tipo me pidió fuego. Le encendí el pucho, me dijo gracias, y dando una bocanada le siguió explicando a la misionera.

No me acuerdo qué estaba haciendo, hace mucho ya. Me acuerdo que contaba los colectivos. ¡Llegué hasta cien! Nunca pasó el mío.

Ja, ja… ¿En serio?

Sí, boluda. No me podía concentrar en nada. No había nada para mirar. Un bajón fue. Pero igual yo ya tenía mucha experiencia con colectivos. Una madrugada tomé un colectivo vacío en Castelar y desde ahí vine parado hasta la casa de mi vieja.

¿Estaba lleno?

¡No! Vacío estaba. Lo que pasa es que si me sentaba me iba a dormir.

Ahh…

Estaba molido. No sabés lo que fue…

Me imagino, dijo riendo la misionera.

Qué historia estúpida, pensé. ¿Por qué no la abraza y simplemente le planta un beso? A esta hora y con el frío no hay quien se resista. Pero el tipo seguía con historias.

Hay un montón de técnicas para aguantar, dijo el tipo. Una es contar los colectivos como si fueran sucesivos. Si viene el 93, el siguiente tiene que ser el 94. ¿Entendés?

Como ya no quise seguir escuchando volví a mirar hacia el kiosco. El carritero se había marchado y los dos viejos seguían conversando animadamente con el kiosquero. El más alto parecía cada vez más distraído y el del cigarrillo, que todavía fumaba, se veía más tenso.

Sí… cada vez está más jodida la cosa, dijo el viejo del cigarrillo. Pero uno tiene que plantarse, sino ¿dónde paramos? ¿Entendés?

Pausa del kiosquero.

Yo le dije muchas veces que no se dejara llevar, dijo el viejo del cigarrillo. A este también ya le conté, dijo señalando a su amigo alto. ¿Verdad?

El alto asintió.

Pero es un cabeza dura, continuó el viejo del cigarrillo.

¿Sabés por qué tengo face-book?, escuché en la voz del tipo que le hablaba a la misionera. ¿Ya te conté?

No me contaste… No sabía que tenías fece-book, dijo la misionera.

Es una historia re-loca.

Contame…

¿Vos ya sabías que tengo una hermana de padre que no conocía?

No…

Y tengo una hermana. Es unos años menor que yo. Y hace unos años me dijeron, cuando salió recién el face-book, que servía para encontrar gente. Entonces me inscribí.

¿La encontraste allí?

Sí. Re-loco fue. Ella no sabía que tenía un hermano. Siempre creyó que era hija única. Un flash fue.

¿Y ya la viste?

No, todavía no. Nos escribimos mails. Tenemos una relación re-linda…

¿Pero por qué no la viste?

Y no sé… ¿Viste que estas cosas son difíciles? No sé… Yo le doy tiempo, ¿ves? Para que asimile la historia. No le debe ser fácil. Pero nos escribimos siempre, nos contamos cosas.

Qué flash…

Sí, es un flash…

¿Y qué vas a hacer?

Y no sé. Ya nos vamos a conocer personalmente, me imagino. Alguna vez tiene que pasar.

¿Ese que viene es el 55?

¡Sí! Buenísimo, boluda. ¿Viste que iba a venir?

La misionera se acercó y le dio un abrazo al tipo.

¿Nos vamos a ver el fin de semana?, dijo la misionera.

Sí, mandame un mensajito y ahí me avisás. Si no escribime. &$&%$&%$@hotmail.com. ¿Te vas a acordar?

Sí, dijo la misionera ya desde dentro del colectivo. ¡Te llamo el fin de semana!

2:35 am.

Recién ahí caí en cuenta. La misionera esperaba el 141 y se tomó el 55. ¿A mí me llevará también el 55? Miré el cartel donde figuraba el 55. Me dejaba en Serrano, a 6 cuadras de casa. Qué mierda.

Los viejos se estaban despidiendo del kiosquero, que tras los chicles y caramelos dejaba ver una mano regordeta. Los viejitos se fueron y yo quedé solo, sin siquiera tener ganas de mear. Abrí de vuelta el libro de Castelnuovo. Otra frase incomprensible. Me paré a ver si venía el 141. Nada. Entonces miré otra vez el cartel de la parada. Aparte del 55 y el 141, allí también paraba el 36, que me dejaba en Gascón, también a 6 cuadras de casa. Bien, me dije. Tengo tres colectivos y no viene ninguno. Puta mierda.

Caminando por Rivadavia se me acercó un tipo grande, de pelo largo, llevaba una botella de plástico con cerveza adentro.

¿Tenés un pucho?, me dijo.

Yo me armo los cigarrillos. Tengo una estúpida maquinita que cada vez que quiero fumar debo llenar de tabaco, lamer un papelillo y ser cuidadoso para que salga un pucho perfecto. No iba a hacer ese trabajo.

No, le dije al tipo.

¿Y tenés 25 centavos?

Eso sí, le dije, y le extendí una moneda de 50 centavos.

¿Vos sos de Puán?, me preguntó.

No, le dije.

Ahhh… Ando re-perseguido, dijo. Gracias, viejo, dijo, y se marchó.

Unos minutos después paró en la vereda de enfrente una camioneta de Prosegur, de los que llevan plata. Paró frente a un cajero automático. Bajó un tipo con una escopeta, vestido de negro, cara de matón, fornido. Caminó alrededor del cajero. Cuando acabó la inspección, bajaron dos más que se acercaron al cajero automático. Los estuve mirando por unos largos minutos, pero por la oscuridad y la distancia no pude ver las bolsas en que llevaban la plata.

¡Ey!, me dijo una voz detrás de mí. Di vuelta y vi a un par de chicos de no más de 16 años. ¿Dónde es la parada del 73?, me preguntó uno.

No sé. Frente a la plaza, creo, les dije.

Gracias, me dijeron y siguieron hacia la plaza. Mirándolos caminar, vi que un carro de cartoneros estaba recorriendo la calle, tirada por un señor que parecía bastante cansado. Los dos chicos se acercaron al cartonero y se quedaron hablando con él un rato. La camioneta de Prosegur seguía frente al cajero automático y el matón de la escopeta seguía dando vueltas de aquí para allá. El señor del carro se sentó en la vereda con los chicos y encendió un cigarrillo. Yo también encendí un cigarrillo.

Cuando la camioneta de Prosegur se fue, vi que los chicos cruzaron la calle y se pusieron a esperar el colectivo en la garita que quedaba justo enfrente de mí. Ambos se sentaron pacientemente, sin mirarse ni hablar. Parecían experimentados esperadores de colectivos.

Me paré a mirar a ver si venía el 141. Nada.

Me mantuve parado, pues comencé a tener frío y me volvieron las ganas de mear. Caminé unos pasos a mi derecha, otros a mi izquierda, y volví bajo el cartel de la parada. Entonces vi al tipo que me había pedido un cigarrillo hablándole a los dos chicos. Le dieron un cigarrillo y haciendo gestos exagerados se marchó hacia la plaza. Minutos después, paró un colectivo al que subieron los dos chicos. Salvo yo y el kiosquero que no se dejaba ver, no había nadie.

Saqué tabaco de mi bolso, lo puse en la maquinita, deslié un papel y me armé un pucho. Cuando estaba por encenderlo, se acercó detrás de mí un chico que caminaba apurado. Paré mi gesto.

¿Tenés fuego para darme?, me dijo el chico. Tenía unos 15 años, rubio, estaba bastante sucio de grasa, como si viviera en el motor de un coche o en los túneles del subte. Un bolso le colgaba del brazo, también bastante sucio.

Sí, le dije, y le extendí el encendedor.

Pero yo necesito un fósforo. ¿Tenés uno para darme?, me dijo.

No, este es el único fuego que tengo.

Yo necesito un fuego grande, ¿entendés? Para prender algo. Tiene que ser un fuego potente.

Yo solo tengo este fuego.

Pero lo necesito ahora. Yo no te quiero robar ni nada, solo necesito un fuego grande.

El chico parecía bastante ansioso, casi desesperado. Me asustó.

Acá en la calle y a esta hora podés fumar lo que querés, usá nomás mi encendedor, le dije.

No me entendés. Necesito un fuego para usar, me dijo.

Este es mi único encendedor…

Lo que necesito es una moneda de un peso así le compró un fósforo al kiosquero, ¿no tenés una?

No, tengo solo las del colectivo… Pero si le pedís al kiosquero te va a dar un fósforo, que podés prender contra el piso en cualquier parte.

No me entendés… Lo que yo necesito es un fuego grande… Dejá nomás. Gracias, dijo, y se fue.

Me quedé mirándole mientras se alejaba hacia la plaza. Iba apurado, con el cuerpo tenso.

Volví a sentarme bajo el cartel de la parada y encendí el cigarrillo. Pucho llamador, como le dicen, apenas di una calada vi que se acercaba un 55. Extendí la mano, feliz, casi salté al colectivo.

Buenas noches, dije al chófer. Serrano y Córdoba.

1,25, dijo el chofer.

Coloqué las monedas en la máquina de boletos. Luego me senté cerca de la puerta. La noche estaba hermosa y oscura. El colectivo avanzó como si tuviera las calles en préstamo por poco tiempo. Más de 80 km por hora. Pero dentro del colectivo no se sentía nada. En Acoyte subió una pareja que vestía igual: pantalones de jeans gastados, botamangas dobladas. Los dos eran bajitos y usaban el pelo corto. Saqué el libro de Castelnuovo y leí este título Darwiniano: EN UNA SOCIEDAD SANA Y VIGOROSA EL ARTE ES LA EXPRESIÓN DE SU VIGOR Y DE SU SALUBRIDAD, MIENTRAS QUE EN UNA SOCIEDAD ENFERMA Y PODRIDA EL ARTE NO ES MÁS QUE UN SÍNTIMA DE SU ENFERMEDAD Y SU PODREDUMBRE. Cerré el libro.

Los lacanianos y los marxistas tienen algo en común, pensé, borracho por la madrugada y el sueño: el saber y la ontología nace y muere en estos personajes. Son incorregibles.

Llegué a casa poco después. No había nadie esperando.






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13 comentarios:

A dijo...

Y a veces ese desfile fantastico, hasta parece realidad.

Besos surreales
A.

marichuy dijo...

Ever

No recuerdo quien fue el insigne escritor que dijo algo así como: "Si es historia de la vida real, es fantástica y si es ficción, aún más fantástica". Bueno pues hoy se la robo para tu "Medios de transporte"

Y verdad o ficción, yo ni loca andaría a esas horas tomando trenes, caminando por sitios medio desiertos y menos entablando conversación con extraños. Lo que es vivir en la paranoia de la inseguridad.

¿En serio tu haces tus propios cigarros?

Saludos

Ojaral dijo...

Genial, Ever. No sé si lo mejor que leí de vos, pero casi. Ese desfile fantasmagórico, la ansiedad y el clima vagamente amenazante están tan bien que me sentí como si estuviera viajando a esas horas. Hay un clima ligeramente siniestro, una amenaza no proferida, como si estuviera a punto de pasar algo terrible, que sin embargo nunca sucede. Admirable. Te felicito, che!

mario skan dijo...

La sensación que tuve es la de un Buenos Aires enorme, casi sin límites, atravesada por líneas que van y vienen en un espacio vacio. La ciudad de noche devora gente y colectivos y pibes. Como en el tema de Los visitantes, "En la plaza Flores algunos se besan otros se pegan bajo los árboles quietos
y un taxista grita... "
Ojaral lo dijo bien: desfile de personajes, casi todos de historial extraño o al menos lo aparentan. Me gustaron la voces que aparecen, la lectura del libro como rompiendo la linea del relato. muy bueno Ever.

saludos

Mafalda dijo...

...

La ambientación me tuvo metida a un lado del personaje. Lo acompañé por las calles de Buenos Aires. Por momentos tuve miedo, esperaba que sucediera algo trágico, y no, me tranquilizaba al verlo y escucharlo conversar.
Se me antojo pedirle que me hiciera un pucho; pero lo saboreé en sus labios, como si yo lo estuviera disfrutando.
Yl hombre del Kiosco me dejo inquieta, imaginé algunas cosas acerca de él, y me gusto que no lo mostrarás, él fue tu personaje mágico.

Como me gustaría poder caminar a esas horas sobre las calles de mi ciudad.

Un saludete y un beso volaoo...

Mafalda

N. dijo...

siempre me encanto mirar a la gente en la madrugada, los trabajos nocturnos siempre llamaron mi atencion, el chofer de un bondi escuchando musica, viejos con insomnio q no saben con quien hablar y arman temas de la nada, gente que transita, locos, todos parecemos raros a esas horas por bs as. muy bella la soledad q aparece en este relato, bs es asi, la melancolia nocturna, los restos del dia, los margenes de la noche. bello viajar a esas horas, sabes ya que adoro tener la excusa de esperar un colectivo para pasarme horas sentada en el cordon de la vereda en la noche. anque si de miedo, todos nos tenemos miedo... hay un personaje que es hermoso y triste a la vez, el chico del Gran Fuego ¿q estara buscando prender? me parece bellamente desolador, alguien a quien me imagino vagabdo aun por Flores, sera el fantasma de Endorsain buscando el lanza llamas?? aunque el era morocho y flacucho, bien porteño y el chico del Gran fuego parece mas un niño salvaje de la selva misionera que vaga por una ciudad que duerme con los ojos abiertos...
PD.no coincido para nada con castelnovo, por algo quedo perdido por ahí para q lo rescates, el arte de una sociedad enferma es la mejor cura.
pd" que mania la tuya de meterte con Lacan, te mereces leer un libro de el alguna vez... he! no te enojes...

gsl dijo...

muy bueno, evp. tristemente exacto. aunque no sé cómo llegué al final. por morbo supongo. abrazo grande.

Workaholica dijo...

Ever :

Me llama la atención cómo te fijas en los detalles, en la gente que está a tu alrededor, en sus conversaciones... bueno, hasta en los que regaban las calles....

Jajaja... lo más probable es que yo sí me hubiera clavado en el libro y no me habría dado cuenta de nada.

Canalla dijo...

Regio. Algo que podría perfectamente asemejar su ciudad con la mía es esa locura taciturna y sorda, sinsentido comprimido que explota en carcajadas o murmullos y a veces nos salva. Le envío un fuerte abrazo.

Marina! dijo...

Hola Ever! como andan? Queria comentarte que el 21 de mayo es mi cumpleaños, así que mas o menos para el 23 me gustaría que se agenden venir para estos lados. Un beso, saludos a Naty.

e. r. dijo...

Hola A!
Gracias por pasar...

Hola Marichuy!
Pues como a veces no me queda otra y la ciudad es demasiado grande (12 millones de personas, o algo así), las distancias a veces requieren pasar por experiencias pintorescas.
Pues sí que me armo los puchos. Mi mujer me regaló una maquinita, o sea que estoy más tecnologizado, en la hecho tabaco, papel y baba; pero antes los hacía tipo porros nomás.
Gracias por pasar, saludos

Hola Ojaral!
Mirá, te agradezco los piropos. Tratè de estar atento a todo un poco, aunque más por paranoia que con intenciones de cronista.
A ver cuando nos vemos de vuelta... Saludos

Hola MAriano!!
Pues las voces que se escuchan, los diálogos que traté de enmarcar, fueron lo más estimulante de la noche. Lo demás provocó, generalmente, pánico.
Ciudad gigante y hermosa, la verdad.
Saludos

Hola Mafalda!
Qué lindo detalle ese del personaje mágico. Tenés una especial mirada, detallista, ni me había dado cuenta.
Gracias por pasar. Saludos

Hola N!!!
Y no había pensado en Erdosain, pues puede ser perfectamente ya que ocurrió en Flores. Me parece más interesante tu lectura que el texto, je.
Mirá, ya me estoy leyendo lacan de a poquito...
Beso

Hola Yiyo!
Gracias por haber terminado la lectura... significa que la fuerza de voluntad no te abandona, je.
Saludos

Hola W!
La verdad es que sí intenté varias veces sumergirme en el libro, pero no había caso, además era oscuro, etc.
En síntesis creo haber leído al menos un par de párrafos. Por otra parte, el estímulo de la calle bastante fuerte.
Saluditos

Hola Canalla!
Muchas veces me imagino cómo será el DF. Por lo pronto, según parece, tiene el doble de tamaño, pero en lo denso y complicado de transitar debe ser lo mismo. Je.
Saludos

Hola Marina!!!
Anoto ya tu cumple, de seguro estamos por ahí. Saludos

Anónimo dijo...

Acabo de descubrir este blog y estoy aterrorizada. Por suerte me quedan algunos sedantes y pronto saldrá el sol. Los que comentan aquí no parecen tan afectados, gente curtida ¿no? Lo tratan a usted con mucha confianza, como si no hubiera nada que temer, como si fuera inofensivo. Antes leí la historia del ciruja (que también, casi me mata). Tal vez sea usted un genio o algo por el estilo. No me refiero a uno tipo Einstein sino más bien a un genio de botella. Ah, botella... Qué no daría por una cervecita, un vaso de vino, algún modificador de este miedo, de esta incomprensible identificación que siento con su persona. Aunque tal vez "persona" no sea la palabra, tal vez sea "humo". Sí, esta es una cuestión de humo. Tendré que investigar cuando se despeje.
De todas maneras, creo que ahora (ya más tranquila) hasta podría darle las gracias, estaba muy aburrida, haciendo click en cualquier parte, sin el menor atisbo de sospecha.

e. r. dijo...

anónimo,
gracias. ya corregí lo anterior.
es buena la gente que pasa por acá, ¿vio?
como el diablo.
saludos