martes, 7 de abril de 2009

EL REVISOR BÚLGARO



ESTO TENGO QUE CONTÁRSELO A USTEDES—DIJO KORNEL Esti—. El otro día, entre amigos, alguien dijo que jamás se le ocurriría viajar a un país cuyo idioma no hablara. Y le di la razón. A mí también, cuando viajo, lo que más me interesan son las personas. Muchísimo más que los objetos de los museos. Si les oigo hablar y no les entiendo, me entra una sensación como si estuviera intelectualmente sordo, como si me estuvieran proyectando una película muda, sin música ni letreros. Algo enervante y aburrido.
Después de haber expuesto todo esto, se me ocurrió que lo contrario era igualmente válido, como todas las cosas en el mundo. Es una diversión tremenda ir y venir en el extranjero, de forma que el bullicio que hacen las bocas nos deje indiferentes y quedarnos mirando como sordomudos a todo el mundo que nos aborda. ¡Qué clase de soledad tan aristocrática, amigos míos, qué clase de independencia y de irresponsabilidad! Nos sentimos al mismo tiempo como bebitos bajo tutela. Se nos despierta una confianza inexplicable hacia los adultos, que son más sabios que nosotros. Los dejamos que hablen y actúen en lugar nuestro. Y luego lo aceptamos todo sin verlo o, mejor dicho, sin oírlo. Raramente he vivido experiencias así —porque corno ustedes saben hablo diez idiomas—; en realidad sólo me sucedió una vez cuando, en viaje a Turquía, pasé a la carrera por Bulgaria, donde estuve veinticuatro horas en total. Y todas en tren. Allí me sucedió lo que sería una lástima que me callara. A fin de cuentas, en cualquier momento puedo morirme —se me puede reventar un vaso capilar en el corazón o en el cerebro— y nadie más —de eso estoy completamente seguro—, jamás podría vivir algo así, no, nunca.
Pues era tarde. Ya había pasado la media noche. El tren rápido galopaba conmigo entre montañas y pueblos desconocidos. Sería como la una y media de la madrugada. No podía dormir. Salí y me paré en el pasillo a tomar aire. Enseguida me aburrí. De la belleza del paisaje solamente veía manchones negros. Era un acontecimiento si de pronto, por alguna parte, resaltaba una chispa de fuego. A mi alrededor todos los viajeros dormían el sueño de los justos. No había ni un alma andando por los coches.
Precisamente me estaba despabilando para entrar en mi compartimiento cuando, con una lámpara en la mano, se apareció el revisor, un búlgaro bajito y regordete con un bigote negro, que parecía que había terminado su recorrido nocturno. Ya mi billete lo había visto hacía mucho rato. No tenía nada que hacer conmigo. Pero a guisa de saludo, me hizo señas muy amistosamente con la lámpara y con los ojos. Y luego se me paró al lado. Seguro que él también se estaba aburriendo.
No tengo idea de por qué ni cómo, pero ése fue el momento en que decidí que contra viento y marea iba a conversar con él largo y tendido. Le pregunté en búlgaro que si fumaba. Era lo único que sabía de búlgaro. Y esto también lo había aprendido en el mismo tren, con los anuncios. Además sabía cinco o seis palabritas más, lo que en el camino se le pega a uno quiéralo o no, como "Sí" o "No", etc. Pero, se los juro, no sabía nada más.
El revisor se llevó la mano a la visera de la gorra. Abrí mi cigarrera y le brindé. Con profundo respeto sacó un cigarrillo de punta de oro. El revisor se registró hasta encontrar un fósforo, lo encendió, y en una lengua puramente desconocida musitó algo así como "Sírvase usted". Yo le extendí mi encendedor ardiendo con una llama azul y luego repetí la palabra que por primera vez en mi vida había escuchado.
Los dos aspirábamos, soplábamos el humo y lo soltábamos por la nariz. Fue un comienzo decididamente alentador. Aún hoy me hincho de orgullo cuando me viene a la mente, porque me sigue halagando el amor propio, el conocimiento tan profundo de la naturaleza humana en que yo me basé para lograr esta escena, el vasto saber de sicología con que sembré aquella diminuta semilla que luego —como ya veremos—, se convertiría en un inmenso árbol, bajo el cual pude reposar el cansancio del camino para retirarme al amanecer pleno de experiencias nada comunes.
Tienen ustedes que reconocer que mi actuación, ya desde el primer momento, fue segura e impecable. Tenía que hacerle creer que yo era búlgaro de nacimiento, y que sabía tanto de búlgaro como un profesor de literatura de la Universidad de Sofía. Por lo tanto me comporté un poco apático y altanero, sobre todo no conversé. Claro, esto no dependía exclusivamente de mí, pero daba igual. Es característico de los extranjeros tratar de hablar siempre en el idioma del país por donde viajan. En este plano quieren mostrarse siempre muy eficientes, por lo tanto en un santiamén se descubre que son extranjeros. En cambio los del país, los nativos, sólo asienten con la cabeza, se entienden por señas. Hay que sacarles las palabras con pinzas. E incluso entonces te arrojan, soñolientos, palabras brillosas y gastadas por el uso, partes del tesoro oculto y rico de su lengua materna que duerme dentro de ellos. Por lo general repelen los giros rebuscados, el uso de estructuras literarias y perfectas del idioma. Si es posible no hablan, lo que hacen de forma muy inteligente, porque si tuvieran que estar durante horas disertando en un púlpito, o tuvieran que escribir un libro de veinte pliegos de imprenta, sus alumnos, por una parte, y sus críticos, por otra, demostrarían —y no precisamente sin razón— que no tenían ni la menor idea de su lengua materna.
Por tanto el revisor y yo echábamos humo encantados de la vida, en medio de aquel íntimo silencio en que surgen las grandes amistades, las grandes comprensiones, las bodas del alma contraídas para toda una vida. Yo fui serio y afectuoso. De vez en cuando fruncía la frente, luego —para variar— la alisaba y lo miraba con mucha atención. Pero era yo el que tenía que echar a andar, de alguna manera, la conversación que flotaba en el aire, cual atractiva promesa, exactamente por encima de nuestras cabezas. Bostecé y suspiré. De repente le puse la mano en el hombro, alcé las cejas de manera que las dos se me pusieron como dos gigantescos signos de interrogación y, levantando la cabeza, murmuré: "¿Y?" El revisor, al que el interés manifestado en esta forma tan coloquial le tenía que haber rememorado vivencias infantiles, o la forma de manifestarse de algún buen amigo, que de esta manera solía decirle: "¿Y qué mi amigo, qué es lo que hay?", se sonrió. Comenzó a hablar. Dijo cuatro o cinco frases, luego hizo silencio y esperó.
Yo también esperé. Tenía mis razones. Estaba cavilando en lo que debía contestarle. Luego de cierta vacilación, me decidí. Le dije: "Sí".
Mi experiencia me enseñó a actuar así. Cada vez que no pongo atención en una conversación o no entiendo algo, o también en casa, siempre digo así: "Sí". Esto nunca me ha salido mal. Ni siquiera en el caso en que parecía que yo estaba afirmando algo que en realidad hubiera debido negar. En esos casos, tenía que hacer creer, que el sí había sido un sí irónico. El "Sí" en la mayor parte de los casos también es "No".
Lo que sucedió después demostró brillantemente que mis elucubraciones no habían sido en vano. El revisor se hizo mucho más locuaz. Lamentablemente, volvió a hacer silencio y esperó. Ahora, con un énfasis interrogativo, un poco sin comprender y asombrado, le indagué: "¿Sí?" Y esto —para expresarme mejor— fue lo que acabó de romper el hielo. El revisor se relajó y habló, más o menos habló durante un cuarto de hora, amablemente, sin duda, de manera variada, y yo, mientras tanto, no tuve que romperme la cabeza pensando en qué responder.
Aquí fue cuando alcancé mi primer éxito decisivo. Así como las palabras fluían de su boca cual un arroyo, se hizo evidente, por la manera como tertuliaba y parloteaba, que a mí, ni en sueños, me tomaba por un extraño. Pero esta creencia, aunque parecía muy firme, yo tenía que seguirla manteniendo. Si por ahora me había librado de la obligación, sumamente engorrosa para mí, de irle contestando, y si podía tener constantemente tapada la boca con el cigarrillo de punta dorada, dando a indicar así, que mi boca estaba "ocupada", y por lo tanto no tenía tiempo de hablar, yo tampoco podía desentenderme de quien abnegadamente me estaba entreteniendo, y de vez en cuando tenía que velar por continuar alimentando el fuego de la plática.
¿Con qué pude lograrlo? Con palabras, no. Actué como un actor —un excelente actor—, con todo mi ser. Mi cara, mis manos, mis orejas, hasta los dedos de los pies se me movían como era debido. Pero me cuidé mucho de exagerar. Imitaba poner atención, pero no la atención forzada, que ya de entrada es sospechosa, sino la atención que ora se apaga y dispersa, ora se vuelve a prender y llamea. También me cuidé de otras cosas. A veces, con un gesto le hacía saber que no había entendido lo que me había dicho. Ustedes, naturalmente, piensan que eso fue lo más fácil. Pues se equivocan. Eso fue, amigos míos, lo más difícil. Porque de todo su parloteo yo realmente no entendía ni jota, por tanto, tenía que cuidarme, no fuera a ser que mi confesión me saliera demasiado sincera y convincente. Y no equivoqué el blanco. El revisor sencillamente repitió su última frase, y yo asentí como diciendo: "Ah, eso es otra cosa".
Más tarde ya fue innecesario avivar el alegre y crepitante fuego de la conversación con leñitos de ideas como las anteriores. Ya sin ellos, ardía como una hoguera. El revisor hablaba y hablaba. ¿Que de qué? Pues esto yo también hubiera deseado saberlo. Quizás de los reglamentos de tránsito, quizás de su familia y de sus hijos, quizás del cultivo de la remolacha azucarera. Todo era igualmente posible. Sólo Dios podía decir de qué estaba hablando. En todo caso, por el ritmo de sus frases me percaté de que estaba contando una historia jovial, alegre, larga y coherente, que lenta y dignamente fluía en un amplio y épico cauce hacia su desenlace. Y no tenía ningún apuro. Yo tampoco. Lo dejé que se explayara, se aventurara lejos, y cual un arroyo murmurara para luego recurvar y precipitarse en el cómodo cauce ahondado de la narración. Sonreía con frecuencia. Indudable que esta historia debió de ser muy jocosa, con algunos detalles que eran decididamente picarescos, y quizás picantes y pecaminosos. Me hizo un guiño de besugo, como a su cómplice, y se rió. Y yo me reí con él. Pero no siempre. Muchas veces no concordaba completamente con su opinión. No quería mimarlo demasiado. Solamente quería apreciar con cierta medida, el humor tan gracioso, de tan buen gusto, realmente emanado del corazón, con que condimentaba su discurso.
Se hicieron las tres de la mañana —ya llevábamos hora y media conversando— y el tren comenzó a aminorar la marcha. Nos acercábamos a una estación. El revisor tomó su lámpara, me pidió perdón por tener que bajarse del tren, pero me aseguró que regresaba enseguida, para contarme el final, la gracia, que era lo mejor, de este saínete de rompe y raja.
Me acodé en la ventana. Bañé mi cabeza zumbante en el fresco aire. Las peonías de la aurora se iban abriendo en el cielo color ceniza. Un pueblecito de olor a nata yacía ante mí. En el andén esperaban algunos campesinos y algunas mujeronas con pañuelos. Con ellos el revisor hablaba en búlgaro, al igual que conmigo, pero con más resultado, puesto que los viajeros lo entendieron al momento y se dirigieron hacia los coches de tercera clase que se encontraban al final del ferrocarril.
Minutos más tarde, el revisor se encontraba a mi lado —no se le había enfriado aún la sonrisa en los labios—, y continuaba con una risita. Poco después contó el desenlace que me había prometido. Se desternilló de la risa. Daba unas carcajadas que le hacían temblar la panza. Eso sí, buenos puntos que se gastaba el hombre, era la pata del diablo. Seguía descoyuntado de la risa cuando se metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un fajo de actas atado con un elástico, y de ahí una carta arrugada y sucia, que probablemente estaba orgánicamente ligada a la historia —quizás era el argumento decisivo—, y me la puso en la mano para que la leyera, a ver qué era lo que me parecía. Por Dios, ¿qué me iba a parecer? Vi unas letras cirílicas emborronadas, las cuales —lamentablemente— no conocía. Me hundí con gran atención en la lectura de la carta. Mientras tanto él se paró para acechar el efecto. "Sí", musité, "Sí, sí"; en parte asintiendo, en parte negando y en parte interrogando. Mientras iba meneando la cabeza, como si estuviera constatando: "Característico", "Parece mentira" o "Así es la vida". Esto se puede aplicar a todo. En la vida no se ha dado una situación en que no se pueda aplicar esto de "Así es la vida". Si alguien muere, también sólo decimos: "Así es la vida". Palpé la carta, hasta la olí —tenía un leve olor a moho— y como no podía hacer otra cosa más con ella, se la devolví.
En aquel fajo de actas había muchas cosas más. Poco después también sacó una fotografía, la que para no poca sorpresa de mi parte— representaba a un perro. Contemplé la foto haciendo pucheros con los labios, como si fuera un decidido admirador de los perros. Pero me di cuenta que el revisor no aprobaba esto. Me pareció que estaba realmente furioso con ese perro. Pues yo también me puse serio y le saqué los dientes al perro. Mi asombro llegó al paroxismo cuando el revisor se sacó de la cartera de lona donde estaban las actas, una cosa misteriosa empaquetada en papel de seda, y me pidió que yo mismo la abriera. La abrí. Nada más contenía dos grandes botones verdes, dos botones de hueso, dos botones para un abrigo de hombre. Hice sonar los dos botones, juguetón, como si por lo general fuera un devoto especial de los botones, pero el revisor me arrebató los botones de la mano, y rápido, para que no los viera más, los escondió entre las actas. Luego avanzó unos pasos, se dio la vuelta y se recostó a la pared del coche.
No entendí lo que pasaba. Rápido me le acerqué. Vi algo que me heló la sangre en las venas. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Aquel hombre, grande y gordo, estaba llorando. Al principio virilmente, ocultando sus lágrimas, pero luego lloraba a lágrima viva, con la boca convulsionada y los omóplatos temblorosos.
En honor a la verdad comencé a marearme por el profundo e inextricable caos de la vida. ¿Qué cosa era esta? ¿Qué tenía que ver el torrente de palabras con la risa y el llanto? ¿Qué tenía que ver uno con otro, la carta con la foto del perro, la foto del perro con los dos botones verdes de hueso, y todo con el revisor? ¿Es una locura, o precisamente lo contrario, la irrupción saludable y humana de los sentimientos? ¿Tenía en sí todo esto algún sentido, fuese en búlgaro o en cualquier idioma? La desesperación me embargó.
Cogí bien fuerte los hombros del revisor para darle ánimos, le grité al oído en búlgaro tres veces: "No, no, no". Él, ahogado por las lágrimas, tartamudeaba una palabra, también de una sílaba, que podía significar: "Gracias por su bondad". Pero que también hubiera querido decir: "Farsante impostor, infame granuja".
Poco a poco volvió en sí. Sollozaba más quedo. Con el pañuelo se secaba su húmedo rostro. Habló. Ahora su voz había cambiado por completo. Me dirigió preguntas breves y tajantes. Seguro que algo así como: "¿Si primero me dijiste que 'Sí', por qué me dijiste enseguida que 'No'? ¿Por qué desapruebas esto que ya aprobaste? Acaba ya con este juego tan sospechoso. Declárate. Entonces, ¿sí o no?" Las preguntas rechistaban cada vez más rápidas y decididas, como ametralladoras, apuntadas a mi pecho. Ahora sí que no podía evadirlas.
Me pareció que había caído en una trampa, y que me había abandonado mi buena suerte. Pero me salvó mi superioridad. Me enderecé. Con frialdad cortante miré al revisor de arriba a abajo, y como aquel que considera indigno responder a tales cosas, me di la vuelta y me retiré a grandes pasos a mi compartimiento.
Ahí dejé caer mi cabeza sobre la almohadita arrugada. Me quedé dormido tan rápido como el que perece a consecuencia de un síncope cardíaco. Me desperté a eso del mediodía, en medio de una deslumbrante luz del sol. Alguien le dio un golpecito al cristal de la ventana de mi compartimiento. El revisor entró. Me advirtió que tenía que bajarme en la próxima estación. Pero no se movió. Se quedó de pie, junto a mí, sin moverse, fiel como un perro. De nuevo empezó a hablar quedo y seguido, sin dejarse interrumpir. Quizás se estaba excusando, quizás algo me estaba echando en cara, por la desagradable escena de la madrugada, no lo sé, pero su rostro denotaba un profundo arrepentimiento, una compunción de corazón. Yo me comporté fríamente. Solamente le permití que me empaquetara la maleta y me la llevara para el pasillo.
En el último momento, sí que me dio lástima. Cuando ya le había entregado mi equipaje al maletero, y yo iba bajando la escalera, le dirigí una muda mirada, que quería decir: "Aquello que hiciste no estuvo bien, pero errar es de humanos, te perdono por esta vez". Y en búlgaro sólo le grité: "Sí".
Aquella palabra hizo un efecto mágico. El revisor se aplacó, se le aclaró el rostro, volvió a ser el de siempre. Una sonrisa de agradecimiento atravesó su rostro. Me saludó erguido, en posición de atención. Así se quedó en la ventana, rígido de la felicidad, hasta que el tren volviera a partir y él desapareciera de mi vista para siempre, por siempre jamás.



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3 comentarios:

Ojaral dijo...

De dónde sacó a este húngaro? Buenísimo, Ever! Esto sí que se agradece. Aunque ahora uno se pase la vida buscando libros de Kostolanyi. Sin ningún éxito, claro.
Saludos!

marichuy dijo...

"El revisor hablaba y hablaba. ¿Que de qué? Pues esto yo también hubiera deseado saberlo"

Qué buena historia Ever. Debí conocerla antes, unos cinco años atrás.

Y la moraleja, si así puede llamársela, sería que a vece no hace falta hablar el mismo idioma para entablar una conversación. Ya que uno entienda lo que le dicen, será otro cantar ¿no?

Saludos

e. r. dijo...

hola a los dos!!!

A mí me sorprendió bastante este tipo. Estoy leyendo un libro llamado la visita y otros cuentos, está en archivo word porque como dice ojaral es medio imposible encontrar un libro papel. se encuentra en librostauro.com.ar
Encantador la verdad.
Muchos saludos