lunes, 31 de marzo de 2008

Nueva York postcriptum













La ciudad en que se habla todas las lenguas, Nueva York, paseada por “Ciudad de cristal”, novela del estadounidense Paul Auster (EE.UU 1947), “Ningún lugar sagrado”, cuentos del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa (Guatemala 1958) y “Cosmópolis”, novela de Don DeLillo (EE.UU 1937). Tres obras secundarias de tres autores de primera línea.



Escritas por y para fanáticos de esta urbe megalómana que empieza y se acaba en sí misma y que, como el hombre propuesto por el filósofo, es la medida para todas las cosas, estos tres textos rinden culto a la vieja religión ciudad-centrista (profesada en su época en honor a Babilonia, Atenas, Roma, Chan-chán, Tenochtitlán, etc.) asentada ahora en el este de los Estados Unidos: despierta amor en Auster, un enamoramiento de los detalles normalmente descartados y a condición de permanecer anónimos; en Rey Rosa este amor (o fascinación amorosa) es matizado por el fastidio y el estrés de sentirla, como si luego de ponerle una camisa de fuerza el escritor hubiera sido arrojado a los laberintos de un gigantesco shopping de excentricidades; y en DeLillo Nueva York se reduce a líneas estadísticas en las que el amor o cosa parecida carecen de importancia, pero en la que, sin embargo, en medio de la maraña capitalista, todavía es posible entrever auténticos actos de entrega amorosa.

En Auster la ciudad es armónica como una sinfonía galáctica: la pesadilla que provoca su tamaño inconmensurable es estéticamente interesante. En Rey Rosa esta armonía lleva directamente a la locura, al sinsentido pavoroso, a la muerte estúpida. Y en DeLillo: «...el fluir desmedido y la rapiña, en donde la voluntad física de la ciudad, las fiebres de egolatría, las reafirmaciones de la industria, el comercio y la muchedumbre configuran cada momento en calidad de mera anécdota».

"Ciudad de Cristal" (1985)

Este es el primer volumen de la “Trilogía de Nueva York”, que es completada por las novelas “Fantasmas” y “La habitación cerrada”.

Es muy particular y ya patentado el estilo austeriano: ambientación poética a la francesa; rastros de la exigencia existencialista a al ubicar al personaje en situación límite, también a la francesa; pretensión metafísica, elegancia en la prosa, en fin, lo único que sitúa la novela en la gran tradición norteamericana es el ombliguismo y la conspiración, que aquí no son tan excesivos, dicho sea de paso.

Apenas Auster retrata someramente al personaje principal, nos topamos con un escritor-padre al que le han muerto el hijo y la esposa. Efecto dejà vu (sic). Ya desde su primera novela: padre separado del hijo tras divorcio, “La invención de la Soledad”; luego hijos y esposa muertos, “El libro de las ilusiones”; y así etcétera.

Me da por pensar: al vez estos personajes podrían asociarse, buscarse un buen abogado y fundar una asociación de personajes de novela que denuncien a Paul Auster por infanticida; pues, si bien no les mata los hijos, los separa de ellos por medio de divorcios, etc.

Uno de los temas principales es el “lenguaje originario”, el que hablaban Adán y Eva en el Edén, el lenguaje de Dios –“Ciudad de Cristal” bien podría llamarse así por parafraseo del Topus Uranus de Platón). Un niño que no aprende a hablar el lenguaje de los hombres, dice uno de los personajes, forzosamente tendría que hablar el lenguaje de Dios. Ergo, fuerzo esta comparación, un escritor que se encierra en busca de un lenguaje propio, no dependiente de lo que hablan habitualmente los mortales y, por tanto, otros escritores, tendría que, al menos, aproximarse un poco a este lenguaje. Teniendo de fondo la Torre de Babel (Nueva York), el detective-escritor Quinn-Auster trata de proteger al último hablante del lenguaje de Dios de la amenaza de un teólogo esquizofrénico con delirios místicos: quiere reencontrar, recuperando este primer lenguaje, un sentido al cual pueda aspirar toda la humanidad, como era en los tiempos que todos construían la Torre de Babel, para así, tal vez, hacer a esta humanidad aún más fuerte que el mismo Dios.

El recurso cervantino de introducir un texto previamente escrito y que no pertenece al autor de la novela, más que servir de columna vertebral del relato, parece una parodia de este recurso, pues el autor de la novela (Paul Auster), interviene como personaje y, en el momento de tener la oportunidad de estructurar él el manuscrito del protagonista (Quinn o William Wilson o Paul Auster o Peter Stillman, el conflicto de identidades empieza apenas iniciada la novela y sigue a lo largo de sus páginas), manifiesta su temor de involucrarse y deja esta tarea a un amigo, que se que se hice finalmente cargo de darle un cuerpo a la novela.

Hay remansos de paz en la novela: la vida del propio Auster (el escritor, que aparece como personaje), el cielo entre los dos edificios que vislumbra Quinn, la locura de Peter Stillman padre, etc.

Un triller de apariencia común y corriente, aburrido incluso en los comienzos, que luego va enredándose en una telaraña delirante y que se despide con un final un poco acartonado.

“Ningún lugar sagrado” (1998)

En Rey Rosa hay otra versión de la ciudad de Nueva York. Aquí ni siquiera se pretende un escape. Quizá no otra versión: otra manera de decir lo mismo.

Los nueve relatos que componen el libro fueron escritos por un extranjero hasta cierto punto cautivado por el exotismo neoyorquino, como un Paul Bowles marroquí (de quien Rey Rosa fue amigo y traductor): Bowles queda seducido por el norte de África, escribe relatos influidos por la cultura de la zona, en las que se asoma el horror, delicadamente expuesto; por su parte Rey Rosa escribe, fascinado a su vez por el exotismo neoyorquino, con una prosa hiperviolenta: es el horror expuesto con horror.

Aquí desfilan un mendigo-chef, muerto por celos; un asesino profeta que mata a una inconsciente imitadora de Paracelso; un hombre con pretensión de reestructurar el sistema penitenciario privado; inmigrantes latinoamericanos que escriben cartas; cintas de video freak; la escritura atentando contra el espíritu; y un grupo de poetas que preparan bombas.

Por supuesto, hay personajes latinoamericanos: el cuento que titula el libro, “Ningún lugar sagrado”, escrito en Cali, Colombia, abre un agujero por el cual se cola la historia contemporánea de Latinoamérica: dictadura, paranoia, exilio, crímenes políticos sin resolver. Y, no podía ser de otra manera, el homenaje al salvadoreño Horacio Castellanos-Moya, insigne representante de la literatura latinoamericana más rabiosa. El cuento transcurre en Nueva York, obviamente.

Las influencias de la entropía en este libro son manipuladas para obtener una concisión maravillosa: en 90 páginas, pincelados solo en algunos rasgos ciertos personajes, podemos aproximarnos al violento caos neoyorquino, sin ningún sentido más que la aceleración indiferente de su pathos (en gr. dolencia), que no es un pathos humano, sino uno bio-arquitectónico: mezcla de instinto, cultura, tecnología y cemento.

La ciudad pasa de ser un producto humano a producir un tipo específico de ser humano que posee ya intrínsecamente rasgos inhumanos. Esta inhumanidad no es solo producida por la perversión que introduce la cultura (alineación Marx dixit, y Adorno, Benjamín, etc.) o el lenguaje (Hegel, Wittgestein, Lacan) en un estado biológico-armónico. Sino que esta perversión afecta tanto a la biología como a la cultura y el lenguaje: el erotismo de la ciudad, lo que tiene de inaprensible, de imposible (como llama Bataille al cielo inalcanzable pero siempre presente y próximo en el éxtasis amoroso). A diferencia del erotismo humano, que oculta a la vez que muestra (es erótica la piel que aparece y desaparece en el intersticio entre la manga y el guante, la abertura del cuello de la camisa: “El Placer del texto”, Roland Barthes), la ciudad siempre lo muestra todo y está en todas partes: es lo imposible por ser cielo y tierra a la vez, y estar en todas partes, pues nos quema las pupilas con su exceso de presencia y así nos deja ciegos.

“Cosmópolis” (2003)

Dedicada a Paul Auster, en esta novela abundan los guiños, de hecho es un Gran Guiño: la cadena literaria se remonta al Ulises de Homero, pero sobre todo al de Joyce (por limitarse el periplo al terreno de una ciudad). En este caso, al no poder volver a su casa, Ulises (Eric Packer, multimillonario gracias a la bolsa) no solo pierde a su intermitente Helena (Elise Shifrin), sino también su vida entera luego de ser castigado por el mercado (Nuevo Dios del Olimpo). Y es, claro, un homenaje al cosmopolitismo de Nueva York, donde abundan los inmigrantes, venidos “del horror y la desesperación”.

En el transcurso de un día el protagonista, a bordo de una limosina extralarga, blindada y equipada con todo lo necesario para vivir dentro (con retrete y pantallas donde se siguen las fluctuaciones de las bolsas de valores de todo el mundo) atraviesa atascamientos por la llegada del presidente a la ciudad (con amenaza terrorista incluida), una manifestación anarquista, el funeral de un cantante de rap, el rodaje de una película, a la vez que, desde su limosina, va apostando su fortuna (¡104 millones de dólares!) contra el yen: diversas manifestaciones del sistema de libre mercado.

Esta novela, escrita con un cinismo acorde a la narrativa norteamericana durante la guerra fría y las guerras de Corea y Vietnam (recordemos, para citar nombres conocidos por estas latitudes, a Arthur Miller y Norman Mailer), y a las paranoias conspirativas (a lo Philip K. Dick y Thomas Pynchon), se inscribe a la línea de lo más interesante de la literatura Norteamérica post-guerra fría. El protagonista de la odisea de un día tiene una actitud dictada por su sistema de vida (a lo Bret Easton Ellis, en “American Pshyco”) que, al ser enfrentado con problemas demasiado cotidianos (próstata asimétrica y un error cálculo y, por decisión propia, la bancarrota) pierde las perspectivas y se autodestruye, es decir destruye todo lo que le pertenece: su cuerpo, su dinero y el de su esposa, su guardaespaldas, etc. Eric Packer se deja arruinar por no poder fundirse con las fluctuaciones del mercado, se deja arruinar por no poder ver ni la lógica ni el porvenir oscuro, inconstante de las fluctuaciones del mercado.

Hay interesantes metáforas en apariencia periféricas pero que son la columna vertebral del relato: la música electrónica, que reemplaza la piel y el cerebro por un tejido digital; un militante anarquista que ataca a pastelazos a los embajadores del capital; la fusión del ser humano con la tecnología; armas checas activadas con la voz; imágenes actuales que recuerdan las luchas antiimperialistas de los 60; el funcionamiento muscular del corazón humano; el posible y a la vez improbable fin del capitalismo; y, entre otras cosas, esta frase: “La rata deviene moneda de curso legal”.

En fin, un relato por momentos espeluznante.

Si bien es cierto que es una buena novela, hay que decir que estructuralmente adolece de algunas vértebras flojas.

Aún así, es un “hay más” que nos dice DeLillo: sin duda uno de los mejores escritores vivos.

Posdata: «Excelente sería inventar un catecismo, o, más precisamente, un plan de estudios que permitiese transformar en una suerte de castores a la mayoría de los hombres. No conozco animal mejor de la creación: No muerde más que si se lo quiere capturar, es laborioso, en extremo marital, buen artesano, y tiene la piel de primerísimo calidad.» Georg Christoph Lichtenberg

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